LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 268
Markus Zusak
La ladrona de libros
la cocina con una ración extra de pan, sopa o patatas. Todos lo pensaban, pero
nadie lo decía.
Por la noche, unas horas después, Liesel se despertó y se preguntó por la
inquietud de su corazón. (Había aprendido esa expresión en El repartidor de
sueños, un libro sobre un niño abandonado que quería ser sacerdote, la
completa antítesis de El hombre que silbaba) Se incorporó y llenó los pulmones de
aire nocturno.
—¿Liesel? —Su padre se dio la vuelta—. ¿Qué pasa?
—Nada, papá, no pasa nada.
Sin embargo, en cuanto acabó la frase revivió con toda claridad lo que
había sucedido en su sueño.
UNA VISIÓN REPENTINA
Casi todo el rato sucede lo mismo: el tren avanza a la misma
velocidad. Su hermano tose mucho. Sin embargo, esta vez
Liesel no ve el rostro mirando el suelo. Poco a poco, se acerca
a él. Le levanta la barbilla con la mano, con suavidad, y allí,
delante de ella, aparece el rostro de ojos grandes de Max
Vandenburg. La mira sin pestañear. Una pluma cae al suelo. El
cuerpo crece y se ajusta al tamaño de la cara. El tren chirría.
—¿Liesel?
—Que no pasa nada.
Se levantó del colchón, temblando. Muerta de miedo, cruzó el vestíbulo
para ir a ver a Max y cuando ya llevaba un buen rato a su lado, cuando todo
recobró el lento ritmo de la noche, se atrevió a interpretar su sueño. ¿Había sido
una premonición de la muerte de Max? ¿O sólo una respuesta a la conversación
de la cocina? ¿Había sustituido Max a su hermano? Y si así era, ¿cómo podía
desembarazarse de ese modo de alguien de su propia sangre? Tal vez
secretamente deseaba que Max muriera. Después de todo, si estaba bien para
Werner, su hermano, estaba bien para ese judío.
—¿Es eso lo que crees? —murmuró a los pies de la cama—. No.
Se negaba a creerlo. Algo confirmó la respuesta a medida que la
desorientada penumbra se disipaba y perfilaba las distintas formas, grandes y
pequeñas, que había junto a la cama. Los regalos.
—Despierta —le pidió.
Max no despertó.
Hasta ocho días después.
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