LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 267
Markus Zusak
La ladrona de libros
Una tarde en la cocina, Rosa Hubermann —mujer de gran valor en
momentos difíciles— llegó al límite de sus fuerzas. Alzó la voz y la bajó de
inmediato. Liesel dejó de leer y salió al vestíbulo tratando de no hacer ruido. A
pesar de lo cerca que estaba, apenas entendía lo que su madre decía. Sin
embargo, cuando las palabras llegaron hasta ella, deseó no haberlas oído, pues
lo que escuchó la dejó horrorizada: la cruda realidad.
LAS PALABRAS DE LA MADRE
«¿Y si no despierta? ¿Y si se muere aquí, Hansi? Dime. Por
el amor de Dios, ¿qué haríamos con el cadáver? No podemos
dejarlo ahí, el olor sería insoportable... Y tampoco
podemos sacarlo por la puerta y arrastrarlo por la calle.
¿Qué vamos a decir?: "¿A que no adivinas lo que
me he encontrado esta mañana en el sótano?".
Nos encerrarían para siempre.»
Tenía toda la razón del mundo.
Un cadáver judío era un problemón. Los Hubermann debían resucitar a
Max Vandenburg, ya no sólo por el bien de este sino también por el de ellos. La
tensión empezaba a hacer mella incluso en Hans, el último bastión de la calma.
—Mira, si eso ocurre —contestó con voz tranquila, aunque afligida—, si se
muere, ya se nos ocurrirá algo. —Liesel habría jurado que lo oyó tragar saliva,
como si hubiera recibido un golpe en el cuello—. El carro de la pintura, algunas
sábanas para tirar...
Liesel entró en la cocina.
—Ahora no, Liesel.
Fue Hans quien habló