LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 22
Markus Zusak
La ladrona de libros
Nadie me devolvió el saludo.
Madre e hija se alejaron del cementerio y se dirigieron hacia la estación
para tomar el siguiente tren a Munich.
Ambas estaban pálidas y esqueléticas.
Ambas tenían llagas en los labios.
Liesel lo vio al mirarse en la ventanilla sucia y empañada del tren, cuando
subieron poco antes del mediodía. Tal y como escribió la propia ladrona de
libros, el viaje continuó como si «todo» hubiera pasado.
Cuando el tren se detuvo en la Bahnhof de Munich, los pasajeros se
desparramaron como si se hubieran soltado al romperse un paquete. Había
gente de toda clase y condición, pero los más fáciles de reconocer eran los
pobres. Los necesitados intentan no detenerse nunca, como si ir de aquí para
allá fuera a ayudarles. Ignoran que una nueva versión del problema de siempre
les aguarda al final del viaje: ese pariente al que da vergüenza besar.
Creo que su madre lo sabía muy bien. No iba a entregar sus hijos a los altos
estamentos de Munich, sino a un hogar de acogida que según parecía habían
encontrado. Por lo menos, la nueva familia los alimentaría un poco mejor y los
educaría como era debido.
El niño.
Liesel estaba convencida de que su madre llevaba a cuestas el recuerdo de
su hermano. Lo dejó caer al suelo. Vio cómo los pies, las piernas y el cuerpo del
niño se estampaban contra el andén.
¿Cómo podía andar esa mujer?
¿Cómo podía moverse?
Es el tipo de cosas que nunca sabré o llegaré a comprender: de qué son
capaces los humanos.
La mujer lo recogió y siguió caminando con la niña a su lado.
Se cruzaron con las autoridades, y las preguntas sobre la demora y el niño
les obligaron a levantar sus vulnerables cabezas. Liesel se quedó en un rincón
de la pequeña y polvorienta oficina mientras su madre, sentada en una silla
muy dura, se aferraba a sus pensamientos.
Llegó el caos de la despedida.
Fue un adiós bañado en lágrimas, la cabeza de la niña escondida en los
bajos gastados del abrigo de lana de su madre. Otra vez tuvieron que
arrastrarla.
Más allá de las afueras de Munich, había una pequeña ciudad llamada
Molching. Allí la llevaban, a un lugar llamado Himmelstrasse.
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