LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 216

Markus Zusak La ladrona de libros momento oportuno y cuándo dejarla sola. Tal vez Liesel fuera lo único en lo que él era un experto. —¿Se trata de la colada? —preguntó. Liesel negó con la cabeza. Hans llevaba varios días sin afeitarse y se rascaba la rasposa barba cada dos o tres minutos. Sus ojos plateados no chispeaban, reposaban, templados, como siempre que se trataba de Liesel. Hans se durmió cuando el ritmo de lectura fue decayendo, momento que Liesel aprovechó para confesar en voz alta lo que llevaba todo el día queriendo decir. —Papá, creo que voy a ir al infierno —susurró. Tenía las piernas calientes. Las rodillas, frías. Recordó las noches que mojaba la cama y su padre lavaba las sábanas, y le enseñaba las letras del abecedario. Ahora, la respiración de Hans levantaba la manta y Liesel le besó la rasposa mejilla. —Tienes que afeitarte —dijo. —No vas a ir al infierno —contestó el padre. Se lo quedó mirando unos instantes. Luego se recostó, se apoyó en él y, juntos, se durmieron. En Munich, evidentemente, pero también en algún lugar de la séptima cara del dado alemán. 216