LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 215

Markus Zusak La ladrona de libros —¿Y? —preguntó—, ¿dónde está la colada? —Hoy no hay colada —contestó Liesel. Rosa se acercó y se sentó a la mesa de la cocina. Lo sabía. De repente, parecía mucho mayor. Liesel imaginó qué aspecto tendría si se deshiciera el moño y se dejara caer el pelo sobre los hombros. Una toalla gris de cabello elástico. —¿Qué hacías en esa casa, pequeña Saumensch? La frase estaba entumecida. Rosa no consiguió reunir el veneno habitual. —Todo ha sido culpa mía —aseguró Liesel—. Insulté a la mujer del alcalde y le dije que dejara de llorar a su hijo muerto. Le dije que era patética y entonces te despidieron. Ten. —Se acercó a las cucharas de madera, cogió un puñado y las dejó ante ella—. Escoge. Rosa eligió una y la levantó, pero sin blandirla. —No te creo. Liesel se debatió entre la angustia y la perplejidad absoluta. ¡La primera vez que necesitaba un Watschen desesperadamente y no se lo iban a dar! —Es culpa mía. —No es culpa tuya —replicó la madre. Incluso se levantó y acarició el grasiento y sucio cabello de Liesel—. Sé que no dirías esas cosas. —¡Las he dicho! —Muy bien, lo que tú digas. Liesel salió de la cocina y oyó que las cucharas de madera regresaban a su sitio, al tarro metálico. Cuando llegó a su habitación, todas ellas, tarro incluido, acabaron por los suelos. Un poco después, bajó al sótano. Max estaba de pie en la oscuridad, probablemente boxeando con el Führer. —¿Max? —La luz se atenuó, como una moneda mortecina, roja, flotando en un rincón—. ¿Me enseñas a hacer flexiones? Max le enseñó. A veces le levantaba el torso para ayudarla, pero a pesar de su enclenque apariencia Liesel era fuerte y podía sostener el peso de su cuerpo sin demasiada dificultad. No las contó, pero esa noche, en medio del resplandor del sótano, la ladrona de libros hizo suficientes flexiones para tener agujetas durante varios días. Ni siquiera se detuvo cuando Max le advirtió que había hecho demasiadas. Ya en la cama, mientras leía con su padre, Hans adivinó que algo iba mal. Hacía cerca de un mes que no se sentaba con ella, por lo que se sintió confortada, aunque no del todo. Hans Hubermann siempre sabía qué decir en el 215