LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 205

Markus Zusak La ladrona de libros impulso con los brazos. Creyó que se le partirían por los codos e imaginó su corazón desprendiéndose, seco, de su cuerpo y cayendo patéticamente al suelo. En Stuttgart, de pequeño, podía hacer cincuenta flexiones de una sentada, y sin embargo ahora, con veinticuatro años y unos siete kilos menos de los que solía pesar, apenas consiguió completar diez. Al cabo de una semana, completaba tres tandas de dieciséis flexiones y veintidós abdominales. Cuando acababa, se apoyaba contra la pared del sótano con sus amigos, los botes de pintura, sintiendo el pulso en los dientes. Los músculos parecían de bizcocho. A veces se preguntaba si valía la pena sacrificarse de esa manera. Otras, sin embargo, cuando controlaba el latido del corazón y su cuerpo recuperaba la funcionalidad, apagaba la lámpara y se quedaba a oscuras en medio del sótano. Tenía veinticuatro años, pero seguía fantaseando. —En el rincón azul —comentaba en voz baja—, tenemos al campeón mundial, la perfección aria: el Führer. —Respiraba y se volvía—. Y en el rincón rojo, tenemos al aspirante judío cara de rata Max Vandenburg. Todo cobraba forma a su alrededor. Una luz blanca iluminaba el cuadrilátero y el público se apiñaba en torno a ellos; se oía ese mágico murmullo de una multitud hablando al unísono. ¿Cómo podían tener tanto que decir al mismo tiempo? El cuadrilátero era perfecto. Lona intacta y cuerdas sólidas. Incluso los filamentos deshilachados de las gruesas sogas estaban impecables y relucían bajo el foco de luz blanca. La sala olía a tabaco y cerveza. En el ángulo opuesto, Adolf Hitler esperaba en el rincón con su séquito. Sus piernas asomaban por debajo de una bata roja y blanca, con una esvástica negra grabada a fuego en la espalda. Tenía el bigote soldado a la cara. Su entrenador, Goebbels, le susurraba unas palabras. Hitler saltaba apoyándose primero en un pie y luego en el otro, y sonreía. Su sonrisa se hizo más ostensible cuando el presentador enumeró sus muchas victorias, rabiosamente aplaudidas por la multitud rendida. —¡Invicto! —proclamó el maestro de ceremonias—. ¡Vencedor de judíos y de cualquier otra amenaza que se cierna sobre el ideal alemán! ¡Herr Führer — concluyó—, los aquí presentes te saludan! El público: la apoteosis. A continuación, cuando todo el mundo había vuelto a sentarse, llegó el turno del contendiente. El maestro de ceremonias se volvió hacia Max, solo en el rincón del aspirante. Sin bata. Sin séquito. Un solitario y joven judío de aliento pestilente, pecho descubierto y manos y pies cansados. Por descontado, sus calzones eran grises. Él también saltaba apoyándose primero en un pie y luego en el otro, pero 205