LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 206

Markus Zusak La ladrona de libros lo justo, para ahorrar energía. Había sudado mucho en el gimnasio para lograr el peso. —¡El aspirante! —rugió el maestro de ceremonias— De... —e hizo una pausa efectista— sangre judía. —El público lo abucheó, como una horda de demonios humanos—. Con un peso de... Los insultos de las gradas ahogaban sus palabras; no se oyó nada más. Max vio que su contrincante se había quitado la bata y se acercaba al centro del cuadrilátero para escuchar las reglas y estrecharle la mano. —Guten Tag, herr Hitler —lo saludó Max, con una pequeña inclinación de cabeza, pero el Führer se limitó a enseñarle sus dientes amarillentos y a esconderlos de nuevo tras los labios. —Caballeros —empezó a decir un fornido árbitro vestido con pantalones negros, camisa azul y pajarita—, ante todo quiero una pelea limpia. —Se volvió hacia el Führer—. A no ser, herr Hitler, que empiece a perder, claro está. En ese caso, estaría más que dispuesto a hacer la vista gorda ante cualquier táctica inadmisible que pudiera emplear para machacar sobre la lona este montón de maloliente basura judía. —Asintió con la cabeza, muy cortés—. ¿Está claro? El Führer habló por primera vez. —Como el agua. El árbitro sólo le hizo una advertencia a Max. —En cuanto a ti, amigo judío, yo que tú me andaría con mucho cuidado, con mucho, mucho cuidado. Y los enviaron a sus respectivos rincones. Se hizo un breve silencio. La campana. El primero en salir fue el Führer, patizambo y huesudo, se lanzó sobre Max y lo alcanzó con fuerza en la cara. El público vibró, con el eco de la campana todavía en sus oídos, y sus satisfechas sonrisas saltaron las cuerdas. Hitler despedía aliento a tabaco mientras sus manos buscaban insidiosas el rostro de Max y lo alcanzaban varias veces, en los labios, en la nariz, en la barbilla... y Max no se había aventurado siquiera más allá de su rincón. Para amortiguar los golpes, levantó las manos, pero entonces el Führer apuntó a las costillas, los riñones, los pulmones... Ah, los ojos, los ojos del Führer. Eran de un marrón delicioso, como los ojos de los judíos, y tenía una mirada tan implacable que incluso Max quedó paralizado unos instantes al atisbarlos entre la copiosa lluvia de borrosos puñetazos. Hubo un único asalto, y duró horas, y todo se mantuvo igual la mayor parte del combate. El Führer machacó el saco de arena judío. Había sangre judía por todas partes. 206