LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 170

Markus Zusak La ladrona de libros —Tendrá que serlo. —Max entró a gatas—. Gracias —repitió. «Gracias.» Para Max Vandenburg, quizá esa era la palabra más penosa que podía pronunciar, rivalizando únicamente con un «Lo siento». Sentía una necesidad acuciante de utilizar ambas expresiones, azuzado por el peso de la culpa. ¿Cuántas veces, en las pocas horas que llevaba despierto, había tenido ganas de salir del sótano y abandonar la casa? Probablemente centenares. Sin embargo, no era más que una punzada. Y eso lo hacía aún peor. Quería salir de allí —Dios, cómo lo deseaba (o al menos quería desearlo)—, pero sabía que no lo haría. Le recordaba mucho a cómo había abandonado a su familia en Stuttgart, envuelto en falsa lealtad. Para vivir. Vivir era vivir. El precio era la culpa y la vergüenza. Durante los primeros días en el sótano, Liesel lo ignoró por completo, negó su existencia. El crujir del pelo y los fríos y resbaladizos dedos. Su atormentada presencia. Mamá y papá. Entre ellos se habían instalado un montón de decisiones por tomar y una gran circunspección. Se plantearon si podrían llevárselo a otro lado. —Pero ¿adónde? Sin respuesta. Estaban solos y se sentían atados de manos. Max Vandenburg no tenía adonde ir, sólo a ellos, a Hans y a Rosa Hubermann. Liesel nunca los había visto mirarse tanto o con tanta solemnidad. Ellos le bajaban la comida y se ocuparon de encontrar un cubo de pintura para los excrementos de Max, de cuyo contenido Hans se deshacía con la prudencia necesaria. Rosa también le bajó unos cubos de agua caliente para que se aseara. El judío apestaba. Fuera, el frío aire de noviembre esperaba en la puerta de casa cada vez que Liesel salía. Caían chuzos de punta. Las hojas muertas se desplomaban en la calzada. 170