LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 164
Markus Zusak
La ladrona de libros
Se volvió.
—¡Mueve el culo!
Lo movió, derecha al lavabo.
En cuanto se cambió y salió al vestíbulo, se dio cuenta de que no iba a ir
muy lejos: su padre estaba ante la puerta del sótano, sonriéndole ligeramente.
Encendió la lámpara y la llevó abajo.
Hans la invitó a que se pusiera cómoda entre las montañas de sábanas
viejas y el olor a pintura. En las paredes refulgían las palabras pintadas que
había aprendido tiempo atrás.
—Tengo que decirte algo.
Liesel se sentó sobre una montaña de un metro hecha con sábanas viejas y
su padre en un bote de pintura de quince litros. Hans estuvo buscando las
palabras unos minutos. Cuando por fin acudieron a él, se levantó para
entregárselas y se frotó los ojos.
—Liesel, nunca estuve seguro de si esto llegaría a ocurrir, por eso no te
hablé... —confesó con voz queda—. De mí. Del hombre de arriba.
Empezó a pasear por el sótano arriba y abajo. La lámpara ampliaba su
sombra en la pared y lo convertía en un gigante que caminaba de un lado al
otro.
Cuando se detuvo, la sombra se cernió sobre él, vigilante. Siempre había
alguien vigilando.
—¿Sabes la historia de mi acordeón? —preguntó, y ahí empezó a contar.
Le habló de la Primera Guerra Mundial y de Erik Vandenburg, y luego de
la visita a la mujer del soldado caído.
—El niño que entró en la habitación aquel día es el hombre de arriba.
Verstehst? ¿Lo entiendes?
La ladrona de libros escuchaba la historia de Hans Hubermann.
Transcurrió una buena hora hasta que llegó el momento de la verdad, que se
tradujo en una obvia y necesaria charla.
—Liesel, escúchame bien.
Su padre la hizo levantar y le cogió la mano.
Estaban de cara a la pared.
Formas oscuras, y el ejercicio de las palabras.
Hans le apretaba los dedos con fuerza.
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