LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 121
Markus Zusak
La ladrona de libros
De nuevo, la mujer desvió la vista para no mirarla directamente. Su rostro
era una página en blanco.
—¿El qué? —preguntó, pero ya era tarde.
La niña había salido de la habitación y se dirigía a la puerta de la calle.
Liesel la oyó y se detuvo, pero decidió no volver atrás, prefirió salir de la casa y
bajar los escalones sin hacer ruido. Abarcó Molching con la mirada antes de
adentrarse en la ciudad y se compadeció de la mujer del alcalde durante un
buen rato.
A veces Liesel se preguntaba si no debería dejar de ir a visitar a la mujer,
pero Ilsa Hermann era demasiado interesante y no podía hacer nada contra la
atracción que ejercían los libros sobre ella. Antes, las palabras la habían hecho
sentirse como una inútil, pero ahora, cuando se sentaba en el suelo junto a la
mujer del alcalde, experimentaba una innata sensación de poder. Ocurría cada
vez que descifraba una nueva palabra o construía una frase.
Era una niña.
En la Alemania nazi.
Qué apropiado que descubriera el poder de las palabras.
Y qué amargo (¡y liberador!) sería muchos meses después utilizar el poder
de este reciente descubrimiento cuando la mujer del alcalde la defraudó. Con
qué rapidez olvidaría la compasión, que se convertiría en algo completamente...
Sin embargo, en esos momentos, en el verano de 1940, no podía adivinar lo
que se avecinaba, y en muchos sentidos. Lo único que tenía delante de ella era a
una mujer triste en una habitación abarrotada de libros a la que le gustaba
visitar. Eso era todo. La segunda parte de ese verano.
La tercera, gracias a Dios, fue un poco más alegre: jugar al fútbol en
Himmelstrasse.
Permíteme que te describa una escena.
Pies que se arrastran por el asfalto.
El fervor del aliento juvenil.
Gritos: «¡Aquí! ¡Pásala! Scheisse!».
El brusco rebote de la pelota contra el asfalto.
Todo esto podíam