Felipe se fue al amanecer, cuando el cielo todavía era gris y el mar parecía dormido. Seis meses, había dicho. Iba a buscar trabajo más al sur, donde los peces aún saben a mar y no a herrumbre.
Nadie lloró en el muelle, en el pueblo lo conocían demasiado bien para dudar de su regreso.
Pero nunca volvió.
Los primeros días lo esperaron. Después, empezaron las versiones. Que lo había tragado una tormenta. Que desertó. Que se hundió solo, como tantos otros pescadores.
Lo buscaron. Lo dieron por muerto. Su hermana le hizo una misa con velas y fotos viejas. La vida continuó.
Treinta y tres años después, el barco apareció.
No lo anunciaron motores. No lo guiaron gaviotas. Fue como si emergiera del fondo del mar, intacto y ajeno. La madera mojada, las redes vacías, la pintura carcomida por algo que no era sal.
Y él.
Más viejo, sí. Pero no treinta años más viejo. Solo un poco encorvado, con la mirada opaca, como quien vuelve de un lugar sin sol.
Su hermana, que apenas podía caminar con su bastón, se le acercó como a un animal salvaje. Le tocó la cara con dedos temblorosos y se echó a llorar.