—¡ Pasaron treinta y tres años! Estabas muerto, Felipe. ¡ Te enterramos!
Pero no había tumba. No había cuerpo. Solo esa libreta que él seguía llevando en el bolsillo, con anotaciones perfectas, cada día registrado: fechas imposibles, estrellas que no figuran en mapas, vientos sin rumbo. Dibujos que nadie entendía. Círculos entrelazados, figuras sin forma clara, nombres escritos en una caligrafía que no parecía suya.
Los médicos no encontraron nada. Ni locura, ni trauma, ni enfermedad. Solo un silencio denso, como si algo dentro de él se hubiera apagado.
—¿ Dónde estuviste todo este tiempo?— le preguntaron. Felipe no respondía. Solo miraba el mar.
A veces murmuraba. Decía que el tiempo allá no era como acá. Que había algo enorme y vivo debajo del agua. Que escuchaba una voz.
Ahora nadie pasa por el muelle de noche.
Hay quienes juran que lo han visto hablando con el mar. Algunos dicen que el mar se detiene, se calma cuando él está cerca. Otros dicen que a veces el agua sube sin viento, como si algo o alguien viniera a buscarlo.
Una madrugada, su hermana lo encontró frente al mar, con la libreta abierta en las manos.
—¿ Estás bien, Felipe?
Él no contestó. Solo le mostró una página. Había una fecha escrita con tinta fresca: el día siguiente. Y debajo, una frase:“ La próxima vez no volveré solo.”