Cada tarde cuando el sol bajaba despacito detrás del tanque de agua, los chicos del barrio salían a la vereda con una tiza robada de la escuela y una tapita de gaseosa. Dibujaban un camino de casilleros en el cemento agrietado, torcido, como salido de un sueño. Hoy viajamos a la luna, decía Luli, la más chiquita pero la que mandaba siempre. No, hoy vamos al centro de la Tierra, insistía Tomi, con las zapatillas rotas y los bolsillos llenos de piedritas.
Jugaban a la rayuela. Pero no era cualquier rayuela. En la de ellos, cada salto era una aventura. En el“ 1” había que evitar los volcanes. En el“ 2”, nadar entre tiburones. En el“ 3”, esquivar meteoritos. Y así, hasta llegar al“ cielo”. Un cielo que no era más que un cuadrado pintado con tiza, pero que brillaba como oro a la luz del atardecer.
El que llegaba al final podía pedir un deseo. Nadie sabía si se cumplían o no, pero igual todos pedían. Quiero una bici que vuele.