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Lo que vi es inexplicable. En el cuarto había una especie de hornalla, en donde estaba apoyada la olla. La depiladora ya no era ella, o sí, pero no lo parecía, su figura se entremezclaba con la cera caliente. Luego se hicieron una sola cosa. Elva se había convertido en otro ser, podría describirse como un duende, pero mucho más aterrador. Su tamaño no era demasiado grande, pero su contextura era pesada y marrón, como la cera. Su cuerpo, si bien no estaba muy formado, tenía dos brazos y dos patas. De pronto, giró su cabeza con la velocidad con que arrancaba los pelos de mi madre, me clavó su mirada tajante y me dijo, con una voz más chirriante de lo normal: “Vení para acá nene”. Intenté escapar pero fue en vano. Su cuerpo, que destilaba humo, cada vez estaba más cerca mío. Comenzó por quemarme el brazo, que se desintegró.
Me salvó que su contextura de cera la hacía moverse más lentamente de lo normal. Y en ese instante llegó mamá.
Por Marcela Carranza, Andrea Sucasas, Lién Naom y Martina Larumbe