-la gran siete-
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-la gran siete-
me hace difícil definir su edad, porque siempre hablaba de una larga experiencia de vida, pero por su piel y estado físico no parecía una mujer tan grande. Su voz era aguda y algo chirriante, sus oraciones eran concretas: “levantá la piernita mi amor”, “¿Cómo estamos?”. No decía nada fuera de lo normal.
Una tarde, mi madre le comentó que estaba pensando en tomar un segundo trabajo para poder llegar más cómodamente a fin de mes, pero que no quería dejarme solo en casa. Elva no lo dudó un segundo e inmediatamente le ofreció cuidarme. Dijo que trabajaba todo el día y que no tenía problema en que yo me quedara con ella. Mamá no tardó en decidirse, a la semana próxima yo ya estaba yendo tres veces por semana a lo de Elva.
Las horas pasaban aburridas e indiferentes, yo me sentaba en un banquito enfrente al compartimento donde trabajaba Elva, que también daba a la vidriera, donde escuchaba la radio y las charlas con sus clientas. Aprendí a encontrar lo divertido en la rutina; intentaba memorizar cada persona que pasaba por la vereda, y contar el tiempo entre clienta y clienta, marcados por el paso de Elva con su pequeña olla.
A la cuarta tarde que pasaba allí solo, descubrí algo. Elva se dirigía, luego de cada sesión, hacia el fondo del lugar, que estaba cerrado por una puerta plegable de plástico, y que por alguna razón nunca me había mostrado. Entraba con su olla y permanecía un largo tiempo ahí. Entonces decidí seguirla. Pero apenas llegué, se abrió la puerta y con su perturbadora sonrisa me dijo: “vamos para allá mi amorcito”, y luego, me clavó su mirada de grandes ojos negros sin pupila. No me sentí nada bien. Por suerte, pronto llegó mamá y pude ir a jugar a casa.
Pero no me daría por vencido. Ahora tenía intriga sobre ese cuartucho del fondo. Estudié sus movimientos y sus tiempos, y pude abrir aquella puerta sin que ella se diera cuenta.
Lo que vi es inexplicable. En el cuarto había una especie de hornalla, en donde estaba apoyada la olla. La depiladora ya no era ella, o sí, pero no lo parecía, su figura se entremezclaba con la cera caliente. Luego se hicieron una sola cosa. Elva se había convertido en otro ser, podría describirse como un duende, pero mucho más aterrador. Su tamaño no era demasiado grande, pero su contextura era pesada y marrón, como la cera. Su cuerpo, si bien no estaba muy formado, tenía dos brazos y dos patas. De pronto, giró su cabeza con la velocidad con que arrancaba los pelos de mi madre, me clavó su mirada tajante y me dijo, con una voz más chirriante de lo normal: “Vení para acá nene”. Intenté escapar pero fue en vano. Su cuerpo, que destilaba humo, cada vez estaba más cerca mío. Comenzó por quemarme el brazo, que se desintegró.
Me salvó que su contextura de cera la hacía moverse más lentamente de lo normal. Y en ese instante llegó mamá.
Una piedra en el estanque