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Niñera
Por Martina Larumbe
Estudiante del Profesorado de Educación Primaria de la ENS N° 7.
Voy a contar la historia de la depiladora Elva. Elva era una señora muy particular que tenía su negocio en la calle Vitra, y brindaba servicios de depilación por un precio muy económico.
Yo transitaba su local porque acompañaba a mi mamá todos los meses. El lugar había sido una especie de carnicería o despensa, que se transformó posteriormente en una casa de depilación. No se había hecho un gran esfuerzo por ocultar ese pasado.
Recuerdo ese ritual más que muchos otros que podría tener cualquier nene en su infancia. Consistía en llegar y esperar en la pequeña entrada, con vidriera a la calle, y luego pasar para que mi madre fuera atendida. Generalmente esa espera duraba una media hora, en la que callados y sentados en un sillón doble de mimbre, escuchábamos las conversaciones de Elva con sus otras clientas. Muchas veces me entretenía leyendo los volantes que colgaban del corcho de la pared, aunque con el tiempo los aprendí de memoria: pedicura y manicura a domicilio, clases particulares, y demás anuncios de ese tipo. Tengo patente la imagen de Jesús guardada en un folio sucio que la hacía colgar de la pared, el santo estaba en una gama de colores amarillenta y apuntaba con su cabeza, rodeada por un esplendor, hacia la puerta del negocio.
Al pasar al compartimento de depilación, me sentaba en un pequeño banquito en el rincón, al lado de la cortina que nos separaba del exterior. Elva entraba con su olla plateada, la que nunca toqué pero estoy seguro que hervía, y comenzaba con mamá. Las conversaciones que ellas tenían no eran distintas a las que escuchaba con las demás clientas, pero yo estaba muy atento y alerta en todo momento, porque sentía que si no actuaba de ese modo, algo podía pasar.
Elva parecía un personaje de una película de terror. Era morocha y petisa, usaba un corte de pelo que le quedaba por la altura de las orejas, tenía siempre sus ojos muy abiertos y no tengo recuerdo de sus pestañas. Se me hace difícil definir su edad, porque siempre hablaba de una larga experiencia de vida, pero por su piel y estado físico no parecía una mujer tan grande. Su voz era aguda y algo chirriante, sus oraciones eran concretas: “levantá la piernita mi amor”, “¿Cómo estamos?”. No decía nada fuera de lo normal.
Una tarde, mi madre le comentó que estaba pensando en tomar un segundo trabajo para poder llegar más cómodamente a fin de mes, pero que no quería dejarme solo en casa. Elva no lo dudó un segundo e inmediatamente le ofreció cuidarme. Dijo que trabajaba todo el día y que no tenía problema en que yo me quedara con ella. Mamá no tardó en decidirse, a la semana próxima yo ya estaba yendo tres veces por semana a lo de Elva.
Las horas pasaban aburridas e indiferentes, yo me sentaba en un banquito enfrente al compartimento donde trabajaba Elva, que también daba a la vidriera, donde escuchaba la radio y las charlas con sus clientas. Aprendí a encontrar lo divertido en la rutina; intentaba memorizar cada persona que pasaba por la vereda, y contar el tiempo entre clienta y clienta, marcados por el paso de Elva con su pequeña olla.
A la cuarta tarde que pasaba allí solo, descubrí algo. Elva se dirigía, luego de cada sesión, hacia el fondo del lugar, que estaba cerrado por una puerta plegable de plástico, y que por alguna razón nunca me había mostrado. Entraba con su olla y permanecía un largo tiempo ahí. Entonces decidí seguirla. Pero apenas llegué, se abrió la puerta y con su perturbadora sonrisa me dijo: “vamos para allá mi amorcito”, y luego, me clavó su mirada de grandes ojos negros sin pupila. No me sentí nada bien. Por suerte, pronto llegó mamá y pude ir a jugar a casa.
Pero no me daría por vencido. Ahora tenía intriga sobre ese cuartucho del fondo. Estudié sus movimientos y sus tiempos, y pude abrir aquella puerta sin que ella se diera cuenta.
Lo que vi es inexplicable. En el cuarto había una especie de hornalla, en donde estaba apoyada la olla. La depiladora ya no era ella, o sí, pero no lo parecía, su figura se entremezclaba con la cera caliente. Luego se hicieron una sola cosa. Elva se había convertido en otro ser, podría describirse como un duende, pero mucho más aterrador. Su tamaño no era demasiado grande, pero su contextura era pesada y marrón, como la cera. Su cuerpo, si bien no estaba muy formado, tenía dos brazos y dos patas. De pronto, giró su cabeza con la velocidad con que arrancaba los pelos de mi madre, me clavó su mirada tajante y me dijo, con una voz más chirriante de lo normal: “Vení para acá nene”. Intenté escapar pero fue en vano. Su cuerpo, que destilaba humo, cada vez estaba más cerca mío. Comenzó por quemarme el brazo, que se desintegró.
Me salvó que su contextura de cera la hacía moverse más lentamente de lo normal. Y en ese instante llegó mamá.
Por Marcela Carranza, Andrea Sucasas, Lién Naom y Martina Larumbe