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-la gran siete-
de algún animal malherido. El estómago se le anudó y supo que ya no podría cenar. Cerró las puertas de todos los ambientes y se recluyó en el sillón del living intentando sentirse nuevamente dueña de la situación. Cuando casi lo había logrado, el repiqueteo de unos nudillos llamando a la puerta fue como un cachetazo. No iba a abrir, no importaba cuánto golpeara esa mujer, no abriría. Insistieron los nudillos, cada vez más rítmicos y acelerados. Se paró de un salto y de dos zancadas estuvo junto a la puerta. Entre dientes escupió: - ¿Qué quiere? Del otro lado, la voz de la nueva vecina le llegó como una chicharra insufrible: - Quería invitarla con una copa de vino, y un poco de buena música para agradecerle lo de esta tarde, pero si está ocupada no quiero molestarla. No supo si por curiosidad o masoquismo repitió la coreografía en reversa y abrió la puerta. Amparo estaba parada con un ridículo vestido amarillo y dos copas de vino tinto en las manos. Con confianza la escuchó decir – ¿Su casa o la mía? La dejó pasar corriéndose a un costado. Repitió una vez más su ritual de clausura, mientras Amparo la observaba con una sonrisa socarrona. Se sentó nuevamente en el sillón y la vecina la siguió. La miró fijamente y por primera vez pudo formularle una oración completa: -No me gustan los domingos. Amparo la interrumpió:-¡Ay! A mi me encantan, es mi día preferido, hago muchas cosas, ordeno la casa, cocino para toda la semana, leo, tejo, medito, hago yoga… ¡tomo sol! Su entusiasmo al hablar la exasperaba profundamente. La observó un poco más y concluyó que eran coetáneas, solo que esa mujer tenía el pelo sin una sola cana, algunas arrugas menos y un brillo en la mirada que no había visto nunca en nadie de su edad. Bebió un sorbo de vino, era dulce, muy dulce. Amparo continuó hablando, parecía no poder detenerse, vomitaba las palabras una detrás de la otra. Ella ya no la escuchaba, solo oía un rumor, un seseo y poco a poco se fue hundiendo en sí misma. La campana del teléfono llamando la trajo de vuelta, abrió los ojos y le costó levantarse del sofá. Caminó insegura y levantó el tubo. Del otro lado le llegó una voz cercana: - ¿Hola mamá? Soy yo Clara, es hora de ir a la cama. Anda a tu mesita de luz y agarrá el cuaderno con el pastillero, ahí está todo explicado. ¿Estás bien? …Tardó en contestar, estaba confundida, pero como si respondiera de memoria dijo: - Sí, gracias, y colgó. Fue directo a la mesita de luz, se sentó en la cama y del cajón sacó el cuaderno y el pastillero. Leyó: “Mamá, hoy es domingo, el único día de la semana que no puedo ir a visitarte, y a darte tu medicación. Si tuviste un día tranquilo tomá sólo la pastilla blanca. Si estuviste nerviosa, ansiosa o si viste a Amparo tomá también la pastilla celeste. Te quiero, mañana voy a visitarte. Quedate tranquila, Amparo se marchó hace tiempo, ya no puede hacerte daño. Cerrá la puerta con llave, pero no la dejes puesta. Besos. Clara.”
Al levantar la vista del papel, apoyada en el marco de la puerta, descalza y en camisón, Amparo le ofrecía un vaso de agua.
Una piedra en el estanque