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Por Marcela Carranza, Andrea Sucasas, Lién Naom y Martina Larumbe
AMPARO
Por Andrea Sucasas
Estudiante del Profesorado de Educación Primaria de la ENS N° 7.
Cerró la puerta con doble llave y puso la traba arriba y abajo, con movimientos coreografiados, claramente repetidos en ese orden cientos de veces. Lanzó un pequeño suspiro y se quitó el abrigo humedecido por la llovizna. Encendió la radio y puso la pava para el té. Doña Agripina nunca salía los domingos, pero esa mañana había sentido deseos de caminar por el parque y trasladar su lectura a uno de aquellos incómodos bancos de madera. De regreso a su casa, una tupida y fina lluvia la mojó lo suficiente para que sus pies y manos se convirtieran en témpanos. Tomaba el té, intentando entrar en calor, cuando sonó el timbre. Apoyó la taza suavemente y se dirigió al portero eléctrico. Descolgó el auricular y sin siquiera saludar recitó: - No compro nada, no tengo nada para donar, no creo en dios… Iba a colgar cuando del otro lado una voz algo angustiada la interrumpió: -Señora, soy su nueva vecina, me llamo Amparo, disculpe la molestia, pero se me cerró la puerta y me quedé afuera, ¿podría abrirme? Tuvo el impulso de decirle: -No, no me moleste, pero con un tono de desgano suficiente para ofender balbuceó: - Ya voy. El ascensor hizo un ruido sordo al aterrizar en la planta baja. Su mano nerviosa sacudió el manojo de llaves mientras bajaba los tres escalones del hall de entrada. La contractura en el rostro dejaba al descubierto la molestia que le causaba romper una vez más su rutina ese domingo. Entreabrió la puerta y la vio de espaldas, el rechazo fue instantáneo. Amparo estaba en camisón y descalza y se sobresaltó haciendo una mueca de vergüenza y alivio al verla. -Doña Agripina, gracias, gracias, gracias… me ha salvado, encantada de conocerla, soy Amparo, me mudé ayer al 4to A, justo al lado suyo. El encargado me comentó que usted vivía en el 4to B y que somos las únicas ocupantes del edificio en estos momentos. Habló casi sin respirar. A lo que su salvadora sólo respondió dando un paso hacia atrás y sonriendo forzadamente. Luego giró y volvió a subir los tres escalones, no esperó el ascensor, solo quería dejar de ver a esa mujer. Con la misma coreografía se encerró nuevamente en su departamento. Tenía un olor pegado, “el de esa mujer”, se sintió sucia. Frotó tanto su piel en la ducha que salió llena de lamparones rojos. Mientras se secaba comenzó a escuchar una melodía que provenía del otro lado de la pared de su habitación, era un violín que sonaba como el aullido de algún animal malherido. El estómago se le anudó y supo que ya no podría cenar. Cerró las puertas de todos los ambientes y se recluyó en el sillón del living intentando sentirse nuevamente dueña de la situación. Cuando casi lo había logrado, el repiqueteo de unos nudillos llamando a la puerta fue como un cachetazo. No iba a abrir, no importaba cuánto golpeara esa mujer, no abriría. Insistieron los nudillos, cada vez más rítmicos y acelerados. Se paró de un salto y de dos zancadas estuvo junto a la puerta. Entre dientes escupió: - ¿Qué quiere? Del otro lado, la voz de la nueva vecina le llegó como una chicharra insufrible: - Quería invitarla con una copa de vino, y un poco de buena música para agradecerle lo de esta tarde, pero si está ocupada no quiero molestarla. No supo si por curiosidad o masoquismo repitió la coreografía en reversa y abrió la puerta. Amparo estaba parada con un ridículo vestido amarillo y dos copas de vino tinto en las manos. Con confianza la escuchó decir – ¿Su casa o la mía? La dejó pasar corriéndose a un costado. Repitió una vez más su ritual de clausura, mientras Amparo la observaba con una sonrisa socarrona. Se sentó nuevamente en el sillón y la vecina la siguió. La miró fijamente y por primera vez pudo formularle una oración completa: -No me gustan los domingos. Amparo la interrumpió:-¡Ay! A mi me encantan, es mi día preferido, hago muchas cosas, ordeno la casa, cocino para toda la semana, leo, tejo, medito, hago yoga… ¡tomo sol! Su entusiasmo al hablar la exasperaba profundamente. La observó un poco más y concluyó que eran coetáneas, solo que esa mujer tenía el pelo sin una sola cana, algunas arrugas menos y un brillo en la mirada que no había visto nunca en nadie de su edad. Bebió un sorbo de vino, era dulce, muy dulce. Amparo continuó hablando, parecía no poder detenerse, vomitaba las palabras una detrás de la otra. Ella ya no la escuchaba, solo oía un rumor, un seseo y poco a poco se fue hundiendo en sí misma. La campana del teléfono llamando la trajo de vuelta, abrió los ojos y le costó levantarse del sofá. Caminó insegura y levantó el tubo. Del otro lado le llegó una voz cercana: - ¿Hola mamá? Soy yo Clara, es hora de ir a la cama. Anda a tu mesita de luz y agarrá el cuaderno con el pastillero, ahí está todo explicado. ¿Estás bien? …Tardó en contestar, estaba confundida, pero como si respondiera de memoria dijo: - Sí, gracias, y colgó. Fue directo a la mesita de luz, se sentó en la cama y del cajón sacó el cuaderno y el pastillero. Leyó: “Mamá, hoy es domingo, el único día de la semana que no puedo ir a visitarte, y a darte tu medicación. Si tuviste un día tranquilo tomá sólo la pastilla blanca. Si estuviste nerviosa, ansiosa o si viste a Amparo tomá también la pastilla celeste. Te quiero, mañana voy a visitarte. Quedate tranquila, Amparo se marchó hace tiempo, ya no puede hacerte daño. Cerrá la puerta con llave, pero no la dejes puesta. Besos. Clara.”
Al levantar la vista del papel, apoyada en el marco de la puerta, descalza y en camisón, Amparo le ofrecía un vaso de agua.