LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 75

que Cipriano Algor ha estacionado la furgoneta en este lugar y comenzamos a ponderar alguno de los números que especifican el volumen del Centro, digamos que el ancho de las fachadas menores es de cerca de ciento cincuenta metros, y el de las mayores un poco más de trescientos cincuenta, no teniendo en cuenta, claro está, la ampliación mencionada con pormenor al comienzo de este relato. Adelantando ahora un poco más los cálculos y tomando como media una altura de tres metros por cada uno de los pisos, incluyendo la espesura del pavimento que los separa, encontraremos, considerando también los diez pisos subterráneos, una altura total de ciento setenta y cuatro metros. Si multiplicamos este número por los ciento cincuenta metros de ancho y por los trescientos cincuenta metros de largo, observaremos como resultado, salvo error, omisión o confusión, un volumen de nueve millones ciento treinta y cinco mil metros cúbicos, palmo más palmo menos, punto más coma menos. El Centro, no hay una sola persona que no lo reconozca con asombro, es realmente grande. Y es ahí, dijo Cipriano Algor entre dientes, donde mi querido yerno quiere que yo vaya a vivir, detrás de una de esas ventanas que no se pueden abrir, dicen ellos que es para no alterar la estabilidad térmica del aire acondicionado, pero la verdad es otra, las personas pueden suicidarse, si quieren, pero no tirándose desde cien metros de altura a la calle, es una desesperación demasiado manifiesta y estimula la curiosidad morbosa de los transeúntes, que en seguida quieren saber por qué. Cipriano Algor ha dicho, no una vez sino muchas, que nunca se avendrá a vivir en el Centro, que nunca renunciará a la alfarería que fue del padre y del abuelo, y hasta la propia Marta, su hija única, que, pobrecilla, no tendrá otro remedio que acompañar al marido cuando sea ascendido a guarda residente, supo comprender, hace dos o tres días, con agradecida franqueza, que la decisión final sólo la podrá tomar el padre, sin ser forzado por insistencias y presiones de terceros, aunque estuviesen justificadas por el amor filial o por aquella llorosa piedad que los viejos, incluso cuando la rechacen, suscitan en el alma de las personas bien formadas. No voy, no voy, y no voy, aunque me maten, masculló el alfarero, consciente, sin embargo, de que estas palabras, precisamente por parecer tan rotundas, tan terminantes, podían estar fingiendo una convicción que en el fondo no sentían, disimulando una laxitud interior, como una grieta todavía invisible en la pared más fina de un cántaro. Es obvio que es ésta la mejor razón, ya que de cántaro se vuelve a hablar, para que Isaura Estudiosa regrese al pensamiento de Cipriano Algor, y fue lo que sucedió, pero el camino tomado por ese pensamiento, o raciocinio, si raciocinio hubo, si no sólo la luz de un 75