LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 41

Desde que lo mandaron a casa con la mitad de la carga, que, entre paréntesis se diga, todavía no ha sido retirada de la furgoneta, Cipriano Algor ha pasado, de un momento a otro, a desmerecer la reputación de operario madrugador ganada a lo largo de una vida de mucho trabajo y pocas vacaciones. Se levanta con el sol ya fuera, se lava y se afeita con más lentitud de la necesaria para una cara rasurada y un cuerpo habituado a la limpieza, desayuna poco pero pausado y finalmente, sin añadidura visible al escaso ánimo con que sale de la cama, va a trabajar. Hoy, sin embargo, después del resto de la noche soñando con un tigre que venía a comer en su mano, dejó las mantas cuando el sol apenas comenzaba a pintar el cielo. No abrió la ventana, solamente un poco el postigo para ver cómo estaba el tiempo, fue eso lo que pensó, o quiso pensar que pensaba, aunque no tenía hábito de hacerlo, este hombre ya ha vivido más que suficiente para saber que el tiempo siempre está, con sol, como hoy promete, con lluvia, como ayer cumplió, en realidad cuando abrimos una ventana y levantamos la nariz hacia los espacios superiores es sólo para comprobar si el tiempo que hace es aquel que deseábamos. Al escudriñar el exterior, lo que Cipriano Algor quería, sin más preámbulos suyos o ajenos, era saber si el perro todavía estaba a la espera de que le fuesen a dar otro nombre, o si, cansado de la expectativa frustrada, había partido en busca de un amo más diligente. De él apenas se veían el hocico que descansaba sobre las patas delanteras cruzadas y las orejas gachas, pero no había motivo para recelar de que el resto del cuerpo no continuase dentro de la garita. Es negro, dijo Cipriano Algor. Ya cuando le llevó la comida le había parecido que el animal tenía ese color, o, como afirman algunos, esa ausencia de tal, pero era de noche, y si de noche hasta los gatos blancos son pardos, lo mismo, o en más tenebroso, se podría decir de un perro visto por primera vez debajo de un moral cuando una lluvia persistente y nocturna disolvía la línea de separación entre los seres y las cosas, aproximándolos, a ellos, a las cosas en que, más tarde o más pronto, se han de transformar. El perro no es realmente negro, 41