LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 21
Cipriano Algor, pensando en el viejo horno de la alfarería, cuántos
platos, fuentes, tazas y jarras por minuto escupirían las malditas
máquinas, cuántas cosas para sustituir botijos y damajuanas. El
resultado de estas y de otras preguntas que no quedaron registradas
ensombreció otra vez el semblante del alfarero, y a partir de ahí, el
resto del camino fue, todo él, un continuo cavilar sobre el futuro difícil
que esperaba a la familia Algor si el Centro persistía en la nueva
valoración de productos, cuya primera víctima fuera, tal vez, la
alfarería. Pero honor sea dado a quien de sobra lo merece, pues en
ningún momento Cipriano Algor permitió que su espíritu fuese tomado
por el arrepentimiento de haber sido generoso con el hombre que le
debería haber robado, si es que es verdad todo cuanto se viene
diciendo sobre la gente de las chabolas. En la salida del Cinturón
Industrial había algunas modestas manufacturas que no se entiende
cómo pueden haber sobrevivido a la gula de espacio y a la múltiple
variedad de producción de los modernos gigantes fabriles, pero el
hecho es que estaban allí, y mirarlas al pasar siempre era un consuelo
para Cipriano Algor cuando, en algunas horas más inquietas de la vida,
le daba por cavilar sobre los destinos de su profesión. No van a durar
mucho, pensó, esta vez se refería a las manufacturas, no al futuro de
la actividad alfarera, pero eso ocurrió porque no se tomó el trabajo de
reflexionar durante tiempo suficiente, sucede así muchas veces,
creemos que ya se puede afirmar que no merece la pena esperar
conclusiones sólo porque decidimos detenernos a la mitad del camino
que nos conduciría hasta ellas.
Cipriano Algor atravesó el Cinturón Verde rápidamente, no miró ni una
vez los campos, el monótono espectáculo de las enormes extensiones
cubiertas de plástico, bazas por naturaleza y soturnas de suciedad, si
siempre le causaba un efecto deprimente, imagínese lo que sería hoy,
en el estado de ánimo que lleva, ponerse a contemplar este desierto.
Como el que alguna vez ha levantado la túnica bendita de una santa
de altar para saber si lo que la sustenta por debajo son piernas de
persona o un par de estacas mal desbastadas, hace mucho tiempo que
el alfarero no necesita resistir la tentación de parar la furgoneta y
atisbar si es cierto que en el interior de aquellas coberturas y de
aquellos armazones había plantas reales, con frutos que se pudieran
oler, palpar y morder, con hojas, tubérculos y brotes que se pudiesen
cocer, aliñar y poner en el plato, o si la melancolía abrumadora
expuesta al exterior contaminaba de incurable artificio lo que dentro
crecía, fuese lo que fuese. Después del Cinturón Verde el alfarero tomó
una carretera secundaria, había unos restos escuálidos de bosque,
unos campos mal ordenados, un riachuelo de aguas oscuras y fétidas,
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