LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 205
manifestado es, digámoslo así, empujado a primera línea por otro
pensamiento que no ha considerado oportuno manifestarse. En lo que
atañe a Cipriano Algor, no es difícil comprender que algunos de sus
insólitos procedimientos están motivados por las preocupaciones que
lo atormentan sobre el resultado del sondeo, y que, por tanto, al
recordarle a la hija que, incluso viviendo en el Centro, podrían venir a
trabajar a la alfarería, simplemente porque quiso fue disuadirla de
pintar los muñecos, no vaya a darse el caso de que llegue mañana o
pasado una orden del subjefe sonriente o de su superior máximo
anulando la entrega, y ella sufra el disgusto de dejar el trabajo a la
mitad, o, si acabado, inservible. Más sorprendente sería el
comportamiento de Marta, la impulsiva y en cierto modo inquietante
alegría ante la dudosa suposición de que la alfarería se mantenga en
actividad, si no se pudiera establecer una relación entre ese
comportamiento y el pensamiento que le dio origen, un pensamiento
que la persigue tenazmente desde que entró en el apartamento del
Centro y que se ha jurado a sí misma no confesar a nadie, ni al padre,
pese a tenerlo aquí tan próximo, ni, faltaría más, a su propio marido,
pese a quererlo tanto. Lo que cruzó la cabeza de Marta y echó raíces al
cruzar el umbral de la puerta de su nuevo hogar, en aquel altísimo
trigésimo cuarto piso de muebles claros y dos vertiginosas ventanas a
las que no tuvo valor de acercarse, fue que no soportaría vivir allí
dentro el resto de su vida, sin más certezas que ser la mujer del
guarda residente Marcial Gacho, sin más mañana que la hija que cree
traer dentro de sí. O el hijo. Pensó en esto durante todo el camino
hasta llegar a la casa de la alfarería, continuó pensando mientras
preparaba el almuerzo, todavía pensaba cuando, por falta de apetito,
empujaba con el tenedor de un lado a otro la comida en el plato,
seguía pensando cuando le dijo al padre que, antes de mudarse al
Centro, tenían la obligación estricta de terminar las estatuillas que
estaban esperando en el horno. Terminar las estatuillas era pintarlas, y
pintarlas era justamente el trabajo que le competía hacer a ella, al
menos que le otorgaran tres o cuatro días para estar sentada debajo
del moral, con Encontrado tumbado a su lado, riéndose con la boca
abierta y la lengua fuera. Como si se tratase de una última y
desesperada voluntad dictada por un condenado, no pedía nada más
que esto, y de pronto, con una simple palabra, el padre le abrió la
puerta de la libertad, podría venir desde el Centro siempre que
quisiese, abrir la puerta de su casa con la llave de su casa, reencontrar
en los mismos lugares todo cuanto aquí hubiese dejado, entrar en la
alfarería para comprobar que el barro tiene la humedad conveniente,
después sentarse al torno, confiar las