LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 124

discutiendo la grave cuestión del almuerzo familiar de los Gachos y se aproximó al tablero donde estaban las seis figuras. Con extremo cuidado les retiró los paños mojados, las observó con atención, una a una, necesitaban sólo de algunos ligeros retoques en las cabezas y en los rostros, partes del cuerpo que, siendo las figuras de pequeño tamaño, poco más de un palmo de altura, inevitablemente tendrían que resentirse de la presión de las telas, Marta se encargará de ponerlas como nuevas, después quedarán destapadas, al descubierto, para que pierdan la humedad antes de meterlas en el horno. Por el cuerpo dolorido de Cipriano Algor pasó un estremecimiento de placer, se sentía como si estuviese principiando el trabajo más difícil y delicado de su vida de alfarero, la aventurada cochura de una pieza de altísimo valor estético modelada por un gran artista a quien no le importa rebajar su genio hasta las precarias condiciones de este lugar humilde, y que no podría admitir, de la pieza se habla, mas también del artista, las consecuencias ruinosas que resultarían de la variación de un grado de calor, ya sea por exceso ya sea por defecto. De lo que realmente aquí se trata, sin grandezas ni dramas, es de llevar al horno y cocer media docena de figurillas insignificantes para que generen, cada una de ellas, doscientas insignificantes copias, habrá quien diga que todos nacemos con el destino trazado, pero lo que está a la vista es que sólo algunos vinieron a este mundo para hacer del barro adanes y evas o multiplicar los panes y los peces. Marta y Marcial habían salido de la alfarería, ella para preparar la cena, él para profundizar las relaciones iniciadas con el perro Encontrado, quien, aunque todavía renitente a aceptar sin protesta la presencia de un uniforme en la familia, parece dispuesto a asumir una postura de tácita condescendencia siempre que el dicho uniforme sea sustituido, nada más llegar, por cualquier vestimenta de corte civil, moderna o antigua, nueva o vieja, limpia o sucia, da lo mismo. Cipriano Algor está ahora solo en la alfarería. Probó distraídamente la solidez de una caja, mudó de sitio, sin necesidad, un saco de yeso, y, como si apenas el azar, y no la voluntad, le hubiese guiado los pasos, se encontró delante de las figuras que había modelado, el hombre, la mujer. En pocos segundos el hombre quedó transformado en un montón informe de barro. Quizá la mujer hubiese sobrevivido si en los oídos de Cipriano Algor no sonase ya la pregunta qu