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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Los muchachos se pusieron a la tarea con los demás y al cabo de una hora, cuando
ya había salido el sol en aquel universo de congoja, sacaron al patrón de su tumba.
Eran tantos sus huesos rotos, que no se podían contar, pero estaba vivo y tenía los
ojos abiertos.
-Hay que llevarlo al pueblo para que lo vean los médicos -dijo Pedro Segundo.
Estaban discutiendo cómo trasladarlo sin que los huesos se le salieran por todos
lados como de un saco roto, cuando llegó Pedro García, el viejo, que gracias a su
ceguera y su ancianidad, había soportado el terremoto sin conmoverse. Se agachó al
lado del herido y con gran cautela le recorrió el cuerpo, tanteándolo con sus manos,
mirando con sus dedos antiguos, hasta que no dejó resquicio sin contabilizar ni rotura
sin tener en cuenta.
-Si lo mueven, se muere -dictaminó.
Esteban Trueba no estaba inconsciente y lo oyó con toda claridad, se acordó de la
plaga de hor migas y decidió que el viejo era su única esperanza.
-Déjenlo, él sabe lo que hace-balbuceó.
Pedro García hizo traer una manta y entre su hijo y su nieto colocaron al patrón
sobre ella, lo alzaron con cuidado y lo acomodaron sobre una improvisada mesa que
habían armado al centro de lo que antes era el patio, pero ya no era más que un
pequeño claro en esa pesadilla de cascotes, de cadáveres de animales, de llantos de
niños, de gemidos de perros y oraciones de mujeres. Entre las ruinas rescataron un
odre de vino, que Pedro García distribuyó en tres partes, una para lavar el cuerpo del
herido, otra para dársela a tomar y otra que se bebió él parsimoniosamente antes de
comenzar a componerle los huesos, uno por uno, con paciencia y calma, estirando por
aquí, ajustando por allá, colocando cada uno en su sitio, entablillándolos,
envolviéndolos en tiras de sábanas para inmovilizarlos, mascullando letanías de santos
curanderos, invocando a la buena suerte y a la Virgen María, y soportando los gritos y
blasfemias de Esteban Trueba, sin cambiar para nada su beatífica expresión de ciego.
A tientas le reconstituyó el cuerpo tan bien, que los médicos que lo revisaron después
no podían creer que eso fuera posible.
-Yo ni siquiera lo habría intentado -reconoció el doctor Cuevas al enterarse.
Los destrozos del terremoto sumieron al país en un largo luto. No bastó a la tierra
con sacudirse hasta echarlo todo por el suelo, sino que el mar se retiró varias millas y
regresó en una sola gigantesca ola que puso barcos sobre las colinas, muy lejos de la
costa, se llevó caseríos, caminos y bestias y hundió más de un metro bajo el nivel del
agua a varias islas del Sur. Hubo edificios que cayeron como dinosaurios heridos, otros
se deshicieron como castillos de naipes, los muertos se contaban por millares y no
quedó familia que no tuviera alguien a quien llorar. El agua salada del mar arruinó las
cosechas, los incendios abatieron zonas enteras de ciudades y pueblos y por último
corrió la lava y cayó la ceniza como coronación del castigo, sobre las aldeas cercanas a
los volcanes. La gente dejó de dormir en sus casas, aterrorizada con la posibilidad de
que el cataclismo se repitiera, improvisaban carpas en lugares desiertos, dormían en
las plazas y en las calles. Los soldados tuvieron que hacerse cargo del desorden y
fusilaban sin más trámites a quien sorprendían robando, porque mientras los más
cristianos atestaban las iglesias clamando perdón por sus pecados y rogando a Dios
para que aplacara su ira, los ladrones recorrían los escombros y donde aparecía una
oreja con un zarcillo o un dedo con un anillo, los volaban de una cuchillada, sin
considerar que la víctima estuviera muerta o solamente aprisionada en el derrumbe.
Se desató un zafarrancho de gérmenes que provocó diversas pestes en todo el país. El
resto del mundo, demasiado ocupado en otra guerra, apenas se enteró de que la
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