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La casa de los espíritus
Isabel Allende
desenfreno. Pasaban la noche en el río, inmunes al frío o el cansancio, retozando con
la fuerza de la desesperación, y sólo al vislumbrar los primeros rayos del amanecer,
Blanca regresaba a la casa y entraba por la ventana a su cuarto, donde llegaba justo a
tiempo para oír cantar a los gallos. Clara llegó hasta la puerta de su hija y trató de
abrirla, pero estaba atrancada. Golpeó y como nadie respondió, salió corriendo, dio
media vuelta a la casa y entonces vio la ventana abierta de par en par y las hortensias
plantadas por Férula pisoteadas. En un instante comprendió la causa del color del aura
de Blanca, sus ojeras, su desgano y su silencio, su somnolencia matinal y sus
acuarelas vespertinas. En ese mismo momento comenzó el terremoto.
Clara sintió que el suelo se sacudía y no pudo sostenerse en pie. Cayó de rodillas.
Las tejas del techo se desprendieron y llovieron a su alrededor con un estrépito
ensordecedor. Vio la pared de adobe de la casa quebrarse como si un hachazo le
hubiera dado de frente, la tierra se abrió, tal como lo había visto en sus sueños, y una
enorme grieta fue apareciendo ante ella, sumergiendo a su paso los gallineros, las
artesas del lavado y parte del establo. El estanque de agua se ladeó y cayó al suelo
desparramando mil litros de agua sobre las gallinas sobrevivientes que aleteaban
desesperadas. A lo lejos, el volcán echaba fuego y humo como un dragón furioso. Los
perros se soltaron de las cadenas y corrieron enloquecidos, los caballos que escaparon
al derrumbe del establo, husmeaban el aire y relinchaban de terror antes de salir
desbocados a campo abierto, los álamos se tambalearon como borrachos y algunos
cayeron con las raíces al aire, despachurrando los nidos de los gorriones. Y lo
tremendo fue aquel rugido del fondo de la tierra, aquel resuello de gigante que se
sintió largamente, llenando el aire de espanto. Clara trató de arrastrarse hacia la casa
llamando a Blanca, pero los estertores del suelo se lo impidieron. Vio a los campesinos
que salían despavoridos de sus casas, clamando al cielo, abrazándose unos con otros,
a tirones con los niños, a patadas con los perros, a empujones con los viejos, tratando
de poner a salvo sus pobres pertenencias en ese estruendo de ladrillos y tejas que
salían de las entrañas mismas de la tierra, como un interminable rumor de fin de
mundo.
Esteban Trueba apareció en el umbral de la puerta en el mismo momento en que la
casa se partió como una cáscara de huevo y se derrumbó en una nube de polvo,
aplastándolo bajo una montaña de escombros. Clara reptó hasta allá llamándolo a
gritos, pero nadie respondió.
La primera sacudida del terremoto duró casi un minuto y fue la más fuerte que se
había registrado hasta esa fecha en ese país de catástrofes. Tiró al suelo casi todo lo
que estaba en pie y el resto terminó de desmoronarse con el rosario de temblores
menores que siguió estremeciendo el mundo hasta que amaneció. En Las Tres Marías
esperaron que saliera el sol para contar a los muertos y desenterrar a los sepultados
que aún gemían bajo los derrumbes, entre ellos a Esteban Trueba, que todos sabían
dónde estaba, pero nadie tenía esperanza de encontrar con vida. Se necesitaron cuatro
hombres al mando de Pedro Segundo, para remover el cerro de polvo, tejas y adobes
que lo cubría. Clara había abandonado su distracción angélica y ayudaba a quitar las
piedras con fuerza de hombre.
-¡Hay que sacarlo! ¡Está vivo y nos escucha! -aseguraba Clara y eso les daba ánimo
para continuar.
Con las primeras luces aparecieron Blanca y Pedro Tercero, intactos. Clara se fue
encima de su hija y le dio un par de bofetadas, pero luego la abrazó llorando, aliviada
por saberla a salvo y tenerla a su lado.
-¡Su padre está allí! -señaló Clara.
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