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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Se descubrían por vez primera y no tenían nada que decirse. La luna recorrió todo el
horizonte, pero ellos no la vieron, porque estaban ocupados en explorar su más
profunda intimidad, metiéndose cada uno en el pellejo del otro, insaciablemente.
A partir de esa noche, Blanca y Pedro Tercero se encontraban siempre en el mismo
lugar a la misma hora. En el día ella bordaba, leía y pintaba insípidas acuarelas en los
alrededores de la casa, ante la mirada feliz de la Nana, que por fin podía dormir
tranquila. Clara, en cambio, presentía que algo extraño estaba ocurriendo, porque
podía ver un nuevo color en el aura de su hija y creía adivinar la causa. Pedro Tercero
hacía sus faenas habituales en el campo y no dejó de ir al pueblo a ver a sus amigos.
Al caer la noche estaba muerto de fatiga, pero la perspectiva de encontrarse con
Blanca le devolvía la fuerza. No en vano tenía quince años. Así pasaron todo el verano
y muchos años más tarde los dos recordarían esas noches vehementes como la mejor
época de sus vidas.
Entretanto, Jaime y Nicolás aprovechaban las vacaciones haciendo todas aquellas
cosas que estaban prohibidas en el internado británico, gritando hasta desgañitarse,
peleando con cualquier pretexto, convertidos en dos mocosos mugrientos,
zarrapastrosos, con las rodillas llenas de costras y la cabeza de piojos, hartos de fruta
tibia recién cosechada, de sol y de libertad. Salían al alba y no volvían a la casa hasta
el anochecer, ocupados en cazar conejos a pedradas, correr a caballo hasta perder el
aliento y espiar a las mujeres que jabonaban la ropa en el río.
Así transcurrieron =res años, hasta que el terremoto cambió las cosas. Al final de
esas vacaciones, los mellizos regresaron a la capital antes que el resto de la familia,
acompañados por la Nana, los sirvientes de la ciudad y gran parte del equipaje. Los
muchachos iban directamente al colegio mientras la Nana y los otros empleados
arreglaban la gran casa de la esquina para la llegada de los patrones.
Blanca se quedó con sus padres en el campo unos días más. Fue entonces cuando
Clara comenzó a tener pesadillas, a caminar sonámbula por los corredores y despertar
gritando. En el día andaba como idiotizada, viendo signos premonitorios en el
comportamiento de las bestias: que las gallinas no ponen su huevo diario, que las
vacas andan espantadas, que los perros aúllan a la muerte y salen las ratas, las arañas
y los gusanos de sus escondrijos, que los pájaros han abandonado los nidos y están
alejándose en bandadas, mientras sus pichones gritan de hambre en los árboles.
Miraba obsesivamente la tenue columna de humo blanco del volcán, escr