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La casa de los espíritus
Isabel Allende
y para adivinar lo imposible. Alguien desenterró la historia de la mudez de Clara
durante su infancia y la acusación del padre Restrepo, aquel santo varón que la Iglesia
pretendía convertir en el primer beato del país. El par de años en Las Tres Marías sirvió
para acallar las murmuraciones y que la gente olvidara, pero Trueba sabía que bastaba
una insignificancia, como el asunto de la cabeza de su suegra, para que volvieran las
habladurías. Por eso, y no por desidia, como se dijo años más tarde, la sombrerera se
guardó en el sótano a la espera de una ocasión adecuada para darle cristiana
sepultura.
Clara se repuso del doble parto con rapidez. Le entregó la crianza de los niños a su
cuñada y a la Nana, que después de la muerte de sus antiguos patrones, se empleó en
la casa de los Trueba para seguir sirviendo a la misma sangre, como decía. Había
nacido para acunar hijos ajenos, para usar la ropa que otros desechaban, para comer
sus sobras, para vivir de sentimientos y tristezas prestadas, para envejecer bajo el
techo de otros, para morir un día en su cuartucho del último patio, en una cama que
no era suya y ser enterrada en una tumba común del Cementerio General. Tenía cerca
de setenta años, pero se mantenía inconmovible en su afán, incansable en los trajines,
intocada por el tiempo, con agilidad para disfrazarse de cuco y asaltar a Clara en los
rincones cuando le bajaba la manía de la mudez y la pizarrita, con fortaleza para lidiar
con los mellizos y ternura para consentir a Blanca, igual como antes lo hizo con su
madre y su abuela. Había adquirido el hábito de murmurar oraciones constantemente,
porque cuando se dio cuenta que nadie en la casa era creyente, asumió la
responsabilidad de orar por los vivos de la familia, y, por cierto, también por sus
muertos, como una prolongación de los servicios que les había prestado en vida. En su
vejez llegó a olvidar para quién rezaba, pero mantuvo la costumbre con la certeza de
que a alguien le serviría. La devoción era lo único que compartía con Férula. En todo lo
demás fueron rivales.
Un viernes por la tarde tocaron a la puerta de la gran casa de la esquina tres damas
translúcidas de manos tenues y ojos de bruma, tocadas con unos sombreros con flores
pasados de moda y bañadas en un intenso perfume a violetas silvestres, que se infiltró
por todos los cuartos y dejó la casa oliendo a flores por varios días. Eran las tres
hermanas Mora. Clara estaba en el jardín y parecía haberlas esperado toda la tarde,
las recibió con un niño en cada pecho y con Blanca jugueteando a sus pies. Se
miraron, se reconocieron, se sonrieron. Fue el comienzo de una apasionada relación
espiritual que les duró toda la vida y, si se cumplieron sus previsiones, continúa en el
Más Allá.
Las tres hermanas Mora eran estudiosas del espiritismo y de los fenómenos
sobrenaturales, eran las únicas que tenían la prueba irrefutable de que las ánimas
pueden materializarse, gracias a una fotografía que las mostraba alrededor de una
mesa y volando por encima de sus cabezas a un ectoplasma difuso y alado, que
algunos descreídos atribuían a una mancha en el revelado del retrato y otros a un
simple engaño del fotógrafo. Se enteraron, por conductos misteriosos al alcance de los
iniciados, de la existencia de Clara, se pusieron en contacto telepático con ella y de
inmediato comprendieron que eran hermanas astrales. Mediante discretas
averiguaciones dieron con su dirección terrenal y se presentaron con sus propias
barajas impregnadas de fluidos benéficos, unos juegos de figuras geométricas y
números cabalísticos de su invención, para desenmascarar a los falsos parapsicólogos,
y una bandeja de pastelitos comunes y corrientes de regalo para Clara. Se hicieron
íntimas amigas y a partir de ese día, procuraron juntarse todos los viernes para
invocar a los espíritus e intercambiar cábalas y recetas de cocina. Descubrieron la
forma de enviarse energía mental desde la gran casa de la esquina hasta el otro
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