LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 78

La casa de los espíritus Isabel Allende extremo de la ciudad, donde vivían las Mora, en un viejo molino que habían convertido en su extraordinaria morada, y también en sentido inverso, con lo cual podían darse apoyo en las circunstancias difíciles de la vida cotidiana. Las Mora conocían a muchas personas, casi todas interesadas en esos asuntos, que empezaron a llegar a las reuniones de los viernes y aportaron sus conocimientos y sus fluidos magnéticos. Esteban Trueba las veía desfilar por su casa y puso como únicas condiciones que respetaran su biblioteca, que no usaran a los niños para experimentos psíquicos y que fueran discretas, porque no quería escándalo público. Férula desaprobaba estas actividades de Clara, porque le parecían reñidas con la religión y las buenas costumbres. Observaba las sesiones desde una distancia prudente, sin participar, pero vigilando con el rabillo del ojo mientras tejía, dispuesta a intervenir apenas Clara se sobrepasara en algún trance. Había comprobado que su cuñada quedaba exhausta después de algunas sesiones en las que servía de médium y comenzaba a hablar en idiomas paganos con una voz que no era la suya. La Nana también vigilaba con el pretexto de ofrecer tacitas de café, espantando a las ánimas con sus enaguas almidonadas y su cloqueo de oraciones murmuradas y de dientes sueltos, pero no lo hacía para cuidar a Clara de sus propios excesos, sino para verificar que nadie robara los ceniceros. Era inútil que Clara le explicara que sus visitas no tenían ni el menor interés en ellos; principalmente porque ninguno fumaba, pues la Nana había calificado a todos, excepto a las tres encantadoras señoritas Mora, como una banda de rufianes evangélicos. La Nana y Férula se detestaban. Se disputaban el cariño de los niños y se peleaban por cuidar a Clara en sus extravagancias y desvaríos, en un sordo y permanente combate que se desarrollaba en las cocinas, en los patios, en los corredores, pero jamás cerca de Clara, porque las dos estaban de acuerdo en evitarle esa molestia. F érula había llegado a querer a Clara con una pasión celosa que se parecía más a la de un marido exigente que a la de una cuñada. Con el tiempo perdió la prudencia y empezó a dejar traslucir su adoración en muchos detalles que no pasaban inadvertidos para Esteban. Cuando él regresaba del campo, Férula procuraba convencerlo de que Clara estaba en lo que llamaba «uno de sus malos momentos», para que él no durmiera en su cama y no estuviera con ella más que en contadas ocasiones y por tiempo limitado. Argüía recomendaciones del doctor Cuevas que después, al ser confrontadas con el médico, resultaban inventadas. Se interponía de mil maneras entre los esposos y si todo le fallaba, azuzaba a los tres niños para que reclamaran ir a pasear con su padre, leer con la madre, que los velaran porque tenían fiebre, que jugaran con ellos: «pobrecitos, necesitan a su papá y a su mamá, pasan todo el día en manos de esa vieja ignorante que les pone ideas atrasadas en la cabeza, los está poniendo imbéciles con sus supersticiones, lo que hay que hacer con la Nana es internarla, dicen que las Siervas de Dios tienen un asilo para empleadas viejas que es una maravilla, las tratan como señoras, no tienen que trabajar, hay buena comida, eso sería lo más humano, pobre Nana, ya no da para más», decía. Sin poder detectar la causa, Esteban comenzó a sentirse incómodo en su propia casa. Sentía a su mujer cada vez más alejada, más rara e inaccesible, no podía alcanzarla ni con regalos, ni con sus tímidas muestras de ternura, ni con la pasión desenfrenada que lo conmovía siempre en su presencia. En todo ese tiempo su amor había aumentado hasta convertirse en una obsesión. Quería que Clara no pensara más que en él, que no tuviera más vida que la que pudiera compartir con él, que le contara todo, que no poseyera nada que no proviniera de sus manos, que dependiera completamente. Pero la realidad era diferente, Clara parecía andar volando en aeroplano, como su tío Marcos, desprendida del suelo firme, buscando a Dios en disciplinas tibetanas, consultando a los espíritus con mesas de tres patas que daban golpecitos, dos para sí, tres para no, descifrando mensajes de otros mundos que podían indicarle hasta el 78