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La casa de los espíritus
Isabel Allende
de la cabeza era un mal sueño y que lo mejor era ayudarla en sus planes, antes que la
ansiedad terminara de desquiciarla. Esperaron que Esteban Trueba saliera. Férula la
ayudó a vestirse y llamó a un coche de alquiler. Las instrucciones que Clara le dio al
chofer fueron algo imprecisas.
-Usted dele para adelante, que yo le voy diciendo el camino -le dijo, guiada por su
instinto para ver lo invisible.
Salieron de la ciudad y entraron al espacio abierto donde las casas se distanciaban y
empezaban las colinas y los suaves valles, doblaron a indicación de Clara por un
camino lateral y siguieron entre abedules y campos de cebollas hasta que ordenó al
chofer que se detuviera junto a unos matorrales.
-Aquí es -dijo.
-¡No puede ser!, ¡estamos lejísimos del lugar del accidente! -dudó Férula.
-¡Te digo que es aquí! -insistió Clara, bajándose del coche con dificultad,
balanceando su enorme vientre, seguida por su cuñada, que mascullaba oraciones y
por el hombre, que no tenía la menor idea del objetivo del viaje. Trató de reptar entre
las matas, pero se lo impidió el volumen de los mellizos.
-Hágame el favor, señor, métase allí y páseme una cabeza de señora que va a
encontrar -pidió al chofer.
Él se arrastró debajo de los espinos y encontró la cabeza de Nívea que parecía un
melón solitario. La tomó del pelo y salió con ella gateando a cuatro patas. Mientras el
hombre vomitaba apoyado en un árbol cercano, Férula y Clara le limpiaron a Nívea la
tierra y los guijarros que se le habían metido por las orejas, la nariz y la boca y le
acomodaron el pelo, que se le había desbaratado un poco, pero no pudieron cerrarle
los ojos. La envolvieron en un chal y regresaron al coche.
-¡Apúrese, señor, porque creo que voy a dar a luz! -dijo Clara al chofer.
Llegaron justo a tiempo para acomodar a la madre en su cama. Férula se afanó con
los preparativos mientras iba un sirviente a buscar al doctor Cuevas y a la comadrona.
Clara, que con el vapuleo del coche, las emociones de los últimos días y las pócimas
del médico había adquirido la facilidad para dar a luz que no tuvo con su primera hija,
apretó los dientes, se sujetó del palo de mesana y del trinquete del velero y se dio a la
tarea de echar al mundo en el agua mansa de la seda azul, a Jaime y Nicolás, que
nacieron precipitadamente, ante la mirada atenta de su abuela, cuyos ojos
continuaban abiertos observándolos desde la cómoda. Férula los agarró por turnos del
mechón de pelo húmedo que les coronaba la nuca y los ayudó a salir a tirones con la
experiencia adquirida viendo nacer potrillos y terneros en Las Tres Marías. Antes que
llegaran el médico y la comadrona, ocultó debajo de la cama la cabeza de Nívea, para
evitar engorrosas explicaciones. Cuando éstos llegaron, tuvieron muy poco que hacer,
porque la madre descansaba tranquila y los niños, minúsculos como sietemesinos,
pero con todas sus partes enteras y en buen estado, dormían en brazos de su
extenuada tía.
La cabeza de Nívea se convirtió en un problema, porque no había donde ponerla
para no estar viéndola. Por fin Férula la colocó dentro de una sombrerera de cuero
envuelta en unos trapos. Discutieron la posibilidad de enterrarla como Dios manda,
pero habría sido un papeleo interminable conseguir que abrieran la tumba para incluir
lo que faltaba y, por otra parte, temían el escándalo si se hacía pública la forma en que
Clara la había encontrado donde los sabuesos fracasaron. Esteban Trueba, temeroso
del ridículo como siempre fue, optó por una solución que no diera argumentos a las
malas lenguas, porque sabía que el extraño comportamiento de su mujer era el blanco
de los chismes. Había trascendido la habilidad de Clara para mover objetos sin tocarlos
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