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La casa de los espíritus
Isabel Allende
uno, que resiste un sartal de palabrotas al oído y no necesitaba ser acunado con
ternuras ni engañado con galanteos. Después, adormecido y feliz, descansé un rato a
su lado, admirando la curva sólida de su cadera y el temblor de su serpiente.
-Nos volveremos a ver, Tránsito -dije al darle la propina.
-Eso mismo le dije yo antes, patrón tse acuerda? -me contestó con un último vaivén
de su serpiente.
En realidad, no tenía intención de volver a verla. Más bien prefería olvidarla.
No habría mencionado este episodio si Tránsito Soto no hubiera jugado un papel tan
importante para mí mucho tiempo después, porque, como ya dije, no soy hombre de
prostitutas. Pero esta historia no habría podido escribirse si ella no hubiera intervenido
para salvarnos y salvar, de paso, nuestros recuerdos.
Pocos días después, cuando el doctor Cuevas estaba preparándoles el ánimo para
volver a abrir la barriga a Clara, murieron Severo y Nívea del Valle, dejando varios
hijos y cuarenta y siete nietos vivos. Clara se enteró antes que los demás a través de
un sueño, pero no se lo dijo más que a Férula, quien procuró tranquilizarla
explicándole que el embarazo produce un estado de sobresalto en el que los malos
sueños son frecuentes. Duplicó sus cuidados, la friccionaba con aceite de almendras
dulces para evitar las estrías en la piel del vientre, le ponía miel de abejas en los
pezones para que no se le agrietaran, le daba de comer cáscara molida de huevo para
que tuviera buena leche y no se le picaran los dientes y le rezaba oraciones de Belén
para el buen parto. Dos días después del sueño, llegó Esteban Trueba más temprano
que de costumbre a la casa, pálido y descompuesto, agarró a su hermana Férula de un
brazo y se encerró con ella en la biblioteca.
-Mis suegros se mataron en un accidente -le dijo brevemente-. No quiero que Clara
se entere hasta después del parto. Hay que hacer un muro de censura a su alrededor,
ni periódicos, ni radio, ni visitas, ¡nada! Vigila a los sirvientes para que nadie se lo
diga.
Pero sus buenas intenciones se estrellaron contra la fuerza de las premoniciones de
Clara. Esa noche volvió a soñar que sus padres caminaban por un campo de cebollas y
que Nívea iba sin cabeza, de modo que así supo todo lo ocurrido sin necesidad de
leerlo en el periódico ni de escucharlo por la radio. Despertó muy excitada y pidió a
Férula que la ayudara a vestirse, porque debía salir en busca de la cabeza de su
madre. Férula corrió donde Esteban y éste llamó al doctor Cuevas, quien, aun a riesgo
de dañar a los mellizos, le dio una pócima para locos destinada a hacerla dormir dos
días, pero que no tuvo ni el menor efecto en ella.
Los esposos Del Valle murieron tal como Clara lo soñó y tal como, en broma, Nívea
había anunciado a menudo que morirían.
-Cualquier día nos vamos a matar en esta máquina infernal -decía Nívea señalando
al viejo automóvil de su marido.
Severo del Valle tuvo desde joven debilidad por los inventos modernos. El automóvil
no fue una excepción. En los tiempos en que todo el mundo se movilizaba a pie, en
coche de caballos o en velocípedos, él compró el primer automóvil que llegó al país y
que estaba expuesto como una curiosidad en una vitrina del centro. Era un prodigio
mecánico que se desplazaba a la velocidad suicida de quince y hasta veinte kilómetros
por hora, en medio del asombro de los peatones y las maldiciones de quienes a su
paso quedaban salpicados de barro o cubiertos de polvo. Al principio fue combatido
como un peligro público. Eminentes científicos explicaron por la prensa que el
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