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La casa de los espíritus
Isabel Allende
peligroso. En la calle hay que tener un cafiche, porque si no se arriesga mucho. Nadie
la respeta a una. Pero ¿por qué darle a un hombre lo que cuesta tanto ganar?
En ese sentido las mujeres son muy brutas. Son hijas del rigor. Necesitan a un
hombre para sentirse seguras y no se dan cuenta que lo único que hay que temer es a
los mismos hombres. No saben administrarse, necesitan sacrificarse por alguien. Las
putas son las peores, patrón, créamelo. Dejan la vida trabajando para un cafiche, se
alegran cuando él les pega, se sienten orgullosas de verlo bien vestido, con dientes de
oro, con anillos y cuando las deja y se va con otra más joven, se lo perdonan porque
«es hombre». No, patrón, yo no soy así. A mí nadie me ha mantenido, por eso ni loca
me pondría a mantener a otro. Trabajo para mí, lo que gano me lo gasto como quiero.
Me ha costado mucho, no crea que ha sido fácil, porque a las dueñas de prostíbulo no
les gusta tratar con mujeres, prefieren entenderse con los cafiches. No la ayudan a
una. No tienen consideración.
-Pero parece que aquí te aprecian, Tránsito. Me dijeron que eras lo mejor de la casa.
-Lo soy. Pero este negocio se iría al suelo si no fuera por mí, que trabajo como un
burro -dijo ella-. Las demás ya están como estropajos, patrón. Aquí vienen puros
viejos, ya no es lo que era antes. Hay que modernizar esta cuestión, para atraer a los
empleados públicos, que no tienen nada que hacer a mediodía, a la juventud, a los
estudiantes. Hay que ampliar las instalaciones, darle más alegría al local y limpiar.
¡Limpiar a fondo! Así la clientela tendría confianza y no estaría pensando que puede
agarrarse una venérea ¿verdad? Esto es una cochinada. No limpian nunca. Mire,
levante la almohada y seguro le salta una chinche. Se lo he dicho a la madame, pero
no me hace caso. No tiene ojo para el negocio.
-¿Y tú lo tienes?
-¡Claro pues, patrón! A mí se me ocurren un millón de cosas para mejorar al
Cristóbal Colón. Yo le pongo entusiasmo a esta profesión. No soy como esas que andan
puro quejándose y echándole la culpa a la mala suerte cuando les va mal. ¿No ve
donde he llegado? Ya soy la mejor. Si me empeño, puedo tener la mejor casa del país,
se lo juro.
Me estaba divirtiendo mucho. Sabía apreciarla, porque de tanto ver la ambición en
el espejo cuando me afeitaba en las mañanas, había terminado por aprender a
reconocerla cuando la veía en los demás.
-Me parece una excelente idea, Tránsito. ¿Por qué no montas tu propio negocio? Yo
te pongo el capital -le ofrecí fascinado con la idea de ampliar mis intereses comerciales
en esa dirección, ¡cómo estaría de borracho!
-No, gracias, patrón -respondió Tránsito acariciando su serpiente con una uña
pintada de laca china-. No me conviene salir de un capitalista para caer en otro. Lo que
hay que hacer es una cooperativa y mandar a la madame al carajo. ¿No ha oído hablar
de eso? Váyase con cuidado, mire que si sus inquilinos le forman una cooperativa en el
campo, usted se jodió. Lo que yo quiero es una cooperativa de putas. Pueden ser
putas y maricones, para darle más amplitud al negocio. Nosotros ponemos todo, el
capital y el trabajo. ¿Para qué queremos un patrón?
Hicimos el amor en la forma violenta y feroz que yo casi había olvidado de tanto
navegar en el velero de aguas mansas de la seda azul. En aquel desorden de
almohadas y sábanas, apretados en el nudo vivo del deseo, atornillándonos hasta
desfallecer, volví a sentirme de veinte años, contento de tener en los brazos a esa
hembra brava y prieta que no se deshacía en hilachas cuando la montaban, una yegua
fuerte a quien cabalgar sin contemplaciones, sin que a uno las manos le queden muy
pesadas, la voz muy dura, los pies muy grandes o la barba muy áspera, alguien como
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