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La casa de los espíritus
Isabel Allende
inflexible en su decisión. Para asustarla rompí de un manotazo un jarrón de porcelana
que, me parece, era el último vestigio de los tiempos esplendorosos de mi bisabuelo,
pero ella no se conmovió y el doctor Cuevas sonrió detrás de su taza de té, lo cual me
indignó más. Salí dando un portazo y me fui al Club.
Esa noche me emborraché. En parte porque lo necesitaba y en parte por venganza,
me fui al burdel más conocido de la ciudad, que tenía un nombre histórico. Quiero
aclarar que no soy hombre de prostitutas y que sólo en los períodos en que me ha
tocado vivir solo por un tiempo largo, he recurrido a ellas. No sé lo que me pasó ese
día, estaba picado con Clara, andaba enojado, me sobraban energías, me tenté. En
esos años el negocio del Cristóbal Colón era floreciente, pero no había adquirido aún el
prestigio internacional que llegó a tener cuando aparecía en las cartas de navegación
de las compañías inglesas y en las guías turísticas, y lo filmaron para la televisión.
Entré a un salón de muebles franceses, de ésos con patas torcidas, donde me recibió
una matrona nacional que imitaba a la perfección el acento de París, y que comenzó
por darme a conocer la lista de los precios y enseguida procedió a preguntarme si yo
tenía a alguien especial en mente. Le dije que mi experiencia se limitaba al Farolito
Rojo y a algunos miserables lupanares de mineros en el Norte, de modo que cualquier
mujer joven y limpia me vendría bien.
-Usted me cae simpático, mesiú -dijo ella-. Le voy a traer lo mejor de la casa.
A su llamado acudió una mujer enfundada en un vestido de raso negro demasiado
estrecho, que apen