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La casa de los espíritus
Isabel Allende
por todo lo que la rodeaba. A mí ni siquiera me miraba, pasaba por mi lado como si yo
fuera un mueble y cuando le dirigía la palabra se quedaba en la luna, como si no me
oyera o no me conociera. No habíamos vuelto a dormir juntos. Los días ociosos en la
ciudad y la atmósfera irracional que se respiraba en la casa me ponían los nervios de
punta. Procuraba mantenerme ocupado, pero no era suficiente: estaba siempre de mal
humor. Salía todos los días a vigilar mis negocios. En esa época empecé a especular en
la Bolsa de Comercio y pasaba horas estudiando los altibajos de los valores
internacionales, me dediqué a invertir plata, a armar sociedades, a las importaciones.
Pasaba muchas horas en el Club. También comencé a interesarme en la política y
hasta entré en un gimnasio, donde un gigantesco entrenador me obligaba a ejercitar
unos músculos que no sospechaba que tenía en el cuerpo. Me habían recomendado
que me diera masajes, pero nunca me gustó eso: detesto que me toquen manos
mercenarias. Pero nada de todo aquello podía llenarme el día, estaba incómodo y
aburrido, quería volver al campo, pero no me atrevía a dejar la casa, donde a todas
luces se necesitaba la presencia de un hombre razonable entre esas mujeres
histéricas. Además, Clara estaba engordando demasiado. Tenía una barriga
descomunal que apenas podía sostener en su frágil esqueleto. Le daba pudor que la
viera desnuda, pero era mi mujer y yo no iba a permitir que me tuviera vergüenza. La
ayudaba a bañarse, a vestirse, cuando Férula no se me adelantaba, y sentía una pena
infinita por ella, tan pequeña y delgada, con esa monstruosa panza, acercándose
peligrosamente al momento del parto. Muchas veces me desvelé pensando que se
podía morir al dar a luz y me encerraba con el doctor Cuevas a discutir la mejor forma
de ayudarla. Habíamos acordado que si las cosas no se presentaban bien, era mejor
hacerle otra cesárea, pero yo no quería que la llevaran a una clínica y él se negaba a
practicarle otra operación como la primera en el comedor de la casa. Decía que no
había comodidades, pero en esos tiempos las clínicas eran un foco de infecciones y allí
eran más los que morían que los que salvaban.
Un día, faltando poco para la fecha del parto, Clara descendió sin previo aviso de su
refugio brahamánico y volvió a hablar. Quiso una taza de chocolate y me pidió que la
llevara a pasear. El corazón medio un vuelco. Toda la casa se llenó de alegría, abrimos
champán, hice poner flores frescas en todos los jarrones, le encargué camelias, sus
flores preferidas y tapicé con ellas su cuarto, hasta que le empezó a dar asma y
tuvimos que sacarlas rápidamente. Corrí a comprarle un broche de diamantes a la calle
de los joyeros judíos. Clara me lo agradeció efusivamente, lo encontró muy bonito,
pero nunca se lo vi puesto. Supongo que habrá ido a parar a algún lugar impensado
donde lo puso y luego lo olvidó, como casi todas las alhajas que le compré a lo largo
de nuestra vida en común. Llamé al doctor Cuevas, quien se presentó con el pretexto
de tomar el té, pero en realidad venía a examinar a Clara. Se la llevó a su habitación y
después nos dijo a Férula y a mí que si bien parecía curada de su crisis mental, había
que prepararse para un alumbramiento difícil, porque el niño era muy grande. En ese
momento entró Clara al salón y debe de haber oído la última frase.
-Todo saldrá bien, no se preocupen -dijo.
-Espero que esta vez sea hombre, para que lleve mi nombre -bromeé.
-No es uno, son dos -replicó Clara-. Los mellizos se llamarán Jaime y Nicolás
respectivamente -agregó.
Eso fue demasiado para mí. Supongo que estallé por la presión acumulada en los
últimos meses. Me puse furioso, alegué que ésos eran nombres de comerciantes
extranjeros, que nadie se llamaba así en mi familia ni en la suya, que por lo menos
uno debía llamarse Esteban como yo y como mi padre, pero Clara explicó que los
nombres repetidos crean confusión en los cuadernos de anotar la vida y se mantuvo
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