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La casa de los espíritus
Isabel Allende
calzones y le daría una azotaina para que se le quitaran las malditas ganas de andar
arengando a la gente, que le prohibía terminantemente las reuniones para rezar o para
cualquier otro fin y que él no era ningún pelele a quien su mujer pudiera poner en
ridículo. Clara lo dejó chillar y darle golpes a los muebles hasta que se cansó y
después, distraída como siempre estaba, le preguntó si sabía mover las orejas.
Las vacaciones se alargaron y las reuniones en la escuela continuaron. Terminó el
verano y el otoño cubrió de fuego y oro el campo, cambiando el paisaje. Comenzaron
los primeros días fríos, las lluvias y el barro, sin que Clara diera señales de querer
regresar a la capital, a pesar de la presión sostenida de Férula, que detestaba el
campo. En el verano se había quejado de las tardes acaloradas espantando moscas,
del tierra] del patio, que empolvaba la casa como si vivieran en el pozo de una mina,
del agua sucia de la bañera, donde las sales perfumadas se convertían en una sopa de
chinos, las cucarachas voladoras que se metían entre las sábanas, los caminos de
ratones y de hormigas, las arañas que amanecían pataleando en el vaso de agua sobre
la mesita de noche, las gallinas insolentes que ponían huevos en los zapatos y se
cagaban en la ropa blanca del armario. Cuando cambió el clima, tuvo nuevas
calamidades que lamentar, el lodazal del patio, los días más cortos, a las cinco estaba
oscuro y no había nada más que hacer, aparte de enfrentar la larga noche solitaria, el
viento y el resfrío, que ella combatía con cataplasmas de eucalipto, sin poder evitar
que se contagiaran unos a otros en una cadena sin fin. Estaba harta de luchar contra
los elementos sin más distracción que ver crecer a Blanca, que parecía un antropófago,
como decía jugando con ese chiquillo sucio, Pedro Tercero, que era el colmo que la
niña no tuviera alguien de su clase con quien mezclarse, estaba adquiriendo malos
modales, andaba con las mejillas chapatozas y costrones secos en las rodillas, «miren
como habla, parece un indio, estoy cansada de quitarle piojos de la cabeza y ponerle
azul de metileno en la sarna». A pesar de sus murmuraciones, conservaba su rígida
dignidad, su moño inalterable, su blusa almidonada y el manojo de llaves colgando de
la cintura, nunca sudaba, no se rascaba y mantenía siempre su tenue aroma de
lavanda y limón. Nadie pensaba que algo pudiera alterar su autocontrol, hasta un día
en que sintió picor en la espalda. Era un picazón tan fuerte, que no pudo evitar
rascarse con disimulo pero nada podía aliviarla. Por último fue al baño y se quitó el
corsé, que aun en los días de mayor trabajo, llevaba puesto. Al soltar las tiras cayó al
suelo un ratón aturdido que había estado allí toda la mañana procurando inútilmente
reptar hacia la salida, entre las barbas duras de la faja y la carne oprimida de su
dueña. Férula tuvo la primera crisis de nervios de su vida. A sus gritos acudieron todos
y la encontraron metida dentro de la bañera, lívida de terror y todavía medio desnuda,
dando alaridos de maníaca y señalando con un dedo trémulo al pequeño roedor, que
se ponía trabajosamente en pie y procuraba avanzar hacia un lugar seguro. Esteban
dijo que era la menopausia y que no había que hacerle caso. Tampoco le hicieron caso
cuando tuvo el segundo ataque. Era el cumpleaños de Esteban. Amaneció un domingo
asoleado y había mucha agitación en la casa, porque por primera vez iban a dar una
fiesta en Las Tres Marías, desde los días olvidados en que doña Ester era una
muchachita. Invitaron a varios parientes y amigos, que hicieron el viaje en tren desde
la capital, y a todos los terratenientes de la zona, sin olvidar a los notables del pueblo.
Con una semana de anticipación prepar