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La casa de los espíritus
Isabel Allende
diez de la noche. Los habían buscado durante horas con antorchas, los inquilinos en
cuadrillas habían recorrido la orilla del río, los graneros, los potreros y los establos,
Férula había clamado de rodillas a san Antonio, Esteban estaba agotado de llamarlos y
la misma Clara había invocado inútilmente sus dotes de vidente. Cuando los
encontraron, el niño estaba de espaldas en el suelo y Blanca se acurrucaba con la
cabeza apoyada en el vientre panzudo de su nuevo amigo. En esa misma posición
serían sorprendidos muchos años después, para desdicha de los dos, y no les
alcanzaría la vida para pagarlo.
Desde el primer día, Clara comprendió que había un lugar para ella en Las Tres
Marías y, tal como apuntó en sus cuadernos de anotar la vida, sintió que por fin había
encontrado su misión en este mundo. No le impresionaron las casas de ladrillos, la
escuela y la abundancia de comida, porque su capacidad para ver lo invisible detectó
inmediatamente el recelo, el miedo y el rencor de los trabajadores y el imperceptible
rumor que se acallaba cuando volvía la cara, que le permitieron adivinar algunas cosas
sobre el carácter y el pasado de su marido. El patrón había cambiado, sin embargo.
Todos pudieron apreciar que dejó de ir al Farolito Rojo, se acabaron sus tardes de
parranda, de peleas de gallos, de apuestas, sus violentas rabietas y, sobre todo, el mal
hábito de tumbar muchachas en los trigales. Se lo atribuyeron a Clara. Por su parte,
ella también cambió. Abandonó de la noche a la mañana su languidez, dejó de
encontrarlo todo muy bonito y pareció curada del vicio de hablar con los seres
invisibles y mover los muebles con recursos sobrenaturales. Se levantaba al amanecer
con su marido, compartían el desayuno vestidos, él se iba a vigilar los trabajos y
afanes del campo, mientras Férula se hacía cargo de la casa, de los sirvientes de la
capital, que no se acostumbraban a las incomodidades y las moscas del campo, y de
Blanca. Clara repartía su tiempo entre el taller de costura, la pulpería y la escuela,
don de hizo su cuartel general para aplicar remedios contra la sarna y parafina contra
los piojos, desentrañar los misterios del silabario, enseñar a los niños a cantar rengo
una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, a las mujeres a hervir la leche, curar la
diarrea y blanquear la ropa. Al atardecer, antes que regresaran los hombres del
campo, Férula reunía a las campesinas y a los niños para rezar el rosario. Acudían por
simpatía, más que por fe, y daban a la solterona la oportunidad de recordar los buenos
tiempos de sus conventillos. Clara esperaba que su cuñada terminara las místicas
letanías de padrenuestros y avemarías y aprovechaba la reunión para repetir las
consignas que había oído a su madre cuando se encadenaba en las rejas del Congreso
en su presencia. Las mujeres la escuchaban risueñas y avergonzadas, por la misma
razón por la cual rezaban con Férula: para no disgustar a la patrona. Pero aquellas
frases inflamadas les parecían cuentos de locos. «Nunca se ha visto que un hombre no
pueda golpear a su propia mujer, si no le pega es que no la quiere o que no es bien
hombre; dónde se ha visto que lo que gana un hombre o lo que produce la tierra o
ponen las gallinas, sea de los dos, si el que manda es él; dónde se ha visto que una
mujer pueda hacer las mismas cosas que un hombre, si ella nació con marraqueta y
sin cojones, pues doña Clarita», alegaban. Clara desesperaba. Ellas se codeaban y
sonreían tímidas, con sus bocas desdentadas y sus ojos llenos de arrugas, curtidas por
el sol y la mala vida, sabiendo de antemano que si tenían la peregrina idea de poner
en práctica los consejos de la patrona, sus maridos les daban una zurra. Y merecida,
por cierto, como la misma Férula sostenía. Al poco tiempo Esteban se enteró de la
segunda parte de las reuniones para rezar y montó en cólera. Era la primera vez que
se enojaba con Clara y la primera que ella lo veía en uno de sus famosos ataques de
rabia. Esteban gritaba como un enajenado, paseándose por la sala a grandes trancos y
dando puñetazos a los muebles, argumentando que si Clara pensaba seguir los pasos
de su madre, se iba a encontrar con un macho bien plantado que le bajaría los
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