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La casa de los espíritus
Isabel Allende
puerta y entró uno de los invitados, nada menos que el alcalde del pueblo,
desabrochándose la bragueta y algo achispado con el aperitivo. Al ver a la señorita se
quedó paralizado de confusión y sorpresa y cuando pudo reaccionar, lo único que se le
ocurrió fue avanzar con una sonrisa torcida, cruzar toda la habitación, extender la
mano y saludarla con una venia.
-Zorobabel Blanco Jamasmié, a sus gratas órdenes -se presentó.
«¡Por Dios! Nadie puede vivir entre gentes tan rústicas. Si quieren se quedan
ustedes en este purgatorio de incivilizados, lo que es yo, me vuelvo a la ciudad, quiero
vivir como cristiana, como he vivido siempre», exclamó Férula cuando pudo hablar del
asunto sin ponerse a llorar. Pero no se fue. No quería separarse de Clara, había llegado
a adorar hasta el aire que ella exhalaba y aunque ya no tenía ocasión de bañarla y
dormir con ella, procuraba demostrarle su ternura con mil pequeños detalles a los
cuales dedicaba su existencia. Aquella mujer severa y tan poco complaciente consigo
misma y con los demás, podía ser dulce y risueña con Clara y a veces, por extensión,
también con Blanca. Sólo con ella se permitía el lujo de ceder ante su desbordante
deseo de servir y de ser amada, con ella podía manifestar, aunque fuera
solapadamente, los más secretos y delicados anhelos de su alma. A lo largo de tantos
años de soledad y tristeza había ido decantando las emociones y limpiando los
sentimientos, hasta reducirlos a unas pocas terribles y magníficas pasiones, que la
ocupaban por completo. No tenía capacidad para las pequeñas turbaciones, para los
rencores mezquinos, las envidias disimuladas, las obras de caridad, los cariños
desteñidos, la cortesía amable o las consideraciones cotidianas. Era uno de esos seres
nacidos para la grandeza de un solo amor, para el odio exagerado, para la venganza
apocalíptica y para el heroísmo más sublime, pero no pudo realizar su destino a la
medida de su romántica vocación, y éste transcurrió chato y gris, entre las paredes de
un cuarto de enferma, en míseros conventillos, en tortuosas confesiones, donde esa
mujer grande, opulenta, de sangre ardiente, hecha para la maternidad, para la
abundancia, la acción y el ardor, se fue consumiendo. En esa época tenía alrededor de
cuarenta y cinco años, su espléndida raza y sus lejanos antepasados moriscos, la
mantenían tersa, con el pelo todavía negro y sedoso, con un solo mechón blanco en la
frente, el cuerpo fuerte y delgado y el andar resuelto de la gente sana, sin embargo, el
desierto de su vida le daba un aspecto mucho mayor. Tengo un retrato de Férula
tomado en esos años, durante un cumpleaños de Blanca. Es una vieja fotografía color
sepia, desteñida por el tiempo, donde, sin embargo, aún se la puede ver con claridad.
Era una regia matrona, pero tenía un rictus amargo en el rostro que delataba su
tragedia interior. Probablemente esos años junto a Clara fueron los únicos felices para
ella, porque sólo con Clara pudo intimar. Ella fue la depositaria de sus más sutiles
emociones y a ella pudo dedicar su enorme capacidad de sacrificio y veneración. Una
vez se atrevió a decírselo y Clara escribió en su cuaderno de anotar la vida, que Férula
la amaba mucho más de lo que ella merecía o podía retribuir. Por ese amor
desmesurado, Férula no quiso irse de Las Tres Marías ni siquiera cuando cayó la plaga
de las hormigas, que empezó con un ronroneo en los potreros, una sombra oscura que
se deslizaba con rapidez comiéndose todo, las mazorcas, los trigales, la alfalfa y la
maravilla. Las rociaban con gasolina y les prendían fuego, pero reaparecían con nuevos
bríos. Pintaban con cal viva los troncos de los árboles, pero ellas subían sin detenerse
y no respetaban peras, manzanas ni naranjas, se metían en la huerta y acababan con
los melones, entraban en la lechería y la leche amanecía agria y llena de minúsculos
cadáveres, se introducían en los gallineros y se devoraban a los pollos vivos, dejando
un desperdicio de plumas y unos huesitos de lástima. Hacían caminos dentro de la
casa, entraban por las cañerías, se apoderaban de la despensa, todo lo que se
cocinaba había que comérselo al instante, porque si quedaba unos minutos sobre la
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