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La casa de los espíritus
Isabel Allende
semisentada. Era un bloque de carne compacta, una monstruosa pirámide de grasa y
trapos, terminada en una pequeña cabecita calva con los ojos dulces,
sorprendentemente vivos, azules e inocentes. La artritis la había convertido en un ser
monolítico, no podía doblar las articulaciones ni girar la cabeza, tenía los dedos
engarfiados como las patas de un fósil, y para mantener la posición en la cama
necesitaba el apoyo de un cajón en la espalda, sostenido por una viga de madera que
a su vez se asentaba en la pared. Se notaba el paso de los años por las marcas que la
viga dejó en el muro, una huella de sufrimiento, un sendero de dolor.
-Mamá... -murmuró Esteban y la voz se le quebró en el pecho en un llanto
contenido, borrando de una plumada los recuerdos tristes, la infancia pobre, los olores
rancios, las mañanas heladas y la sopa grasienta de su niñez, la madre enferma, el
padre ausente y esa rabia comiéndole las entrañas desde el día en que tuvo uso de
razón, olvidando todo menos los únicos momentos luminosos en que esa mujer
desconocida que yacía en la cama lo había acunado en sus brazos, había tocado su
frente buscando la fiebre, le había cantado una canción de cuna, se había inclinado con
él sobre las páginas de un libro, había sollozado de pena al verlo levantarse al alba
para ir a trabajar cuando aún era un niño, había sollozado de alegría al verlo regresar
en la noche, había sollozado, madre, por mí.
Doña Ester extendió la mano, pero no era un saludo, sino un gesto para detenerlo.
-Hijo, no se acerque -y tenía la voz entera, tal como él la recordaba, la voz
cantarina y sana de una jovencita.
-Es por el olor -aclaró Férula secamente-. Se pega.
Esteban quitó la colcha de damasco deshilachada y vio las piernas de su madre.
Eran dos columnas amoratadas, elefantiásicas, cubiertas de llagas donde las larvas de
moscas y los gusanos hacían