LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 54

La casa de los espíritus Isabel Allende movilización colectiva, un resuello de muchedumbre, un rumor de carreras, de ir y venir con prisa, de impaciencia y horario fijo. Esteban se sintió oprimido. Odiaba esa ciudad mucho más de lo que recordaba, evocó las alamedas del campo, el tiempo medido por las lluvias, la vasta soledad de sus potreros, la fresca quietud del río y de su casa silenciosa. -Ésta es una ciudad de mierda -concluyó. El coche lo llevó al trote a la casa donde se había criado. Se estremeció al ver cómo se había deteriorado el barrio en esos años, desde que los ricos quisieron vivir más arriba que los demás y la ciudad creció hacia los faldeos de la cordillera. De la plaza donde jugaba de niño, no quedaba nada, era un sitio baldío lleno de carretas del mercado estacionadas entre la basura donde escarbaban los perros vagos. Su casa estaba devastada. Vio todos los signos del paso del tiempo. En la puerta vidriada, con motivos de pájaros exóticos en el cristal tallado, pasada de moda y desvencijada, había un llamador de bronce con la forma de una mano femenina sujetando una bola. Tocó y tuvo que esperar un tiempo que le pareció interminable hasta que la puerta se abrió con el tirón de una cuerda que iba del picaporte hasta la parte superior de la escalera. Su madre habitaba el segundo piso y alquilaba la planta baja a una fábrica de botones. Esteban comenzó a subir los peldaños crujientes que no habían sido encerados en mucho tiempo. Una viejísima sirvienta, cuya existencia había olvidado por completo, lo esperaba arriba y lo recibió con lacrimosas muestras de afecto, igual como lo recibía a los quince años, cuando volvía de la Notaría donde se ganaba la vida copiando traspasos de propiedades y poderes de desconocidos. Nada había cambiado, ni siquiera la ubicación de los muebles, pero todo le pareció diferente a Esteban, el corredor con los pisos de madera gastada, algunos vidrios rotos, mal remendados con pedazos de cartón, unos helechos polvorientos languideciendo en tarros oxidados y maceteros de loza descascarada, una fetidez de comida y de orines que encogía el estómago: «¡Qué pobreza!», pensó Esteban sin explicarse a dónde iba a parar todo el dinero que le enviaba a su hermana para vivir con decencia. Férula salió a recibirlo con una triste mueca de bienvenida. Había cambiado mucho, ya no era la mujer opulenta que había dejado años atrás, había adelgazado y la nariz parecía enorme en su rostro anguloso, tenía un aire de melancolía y ofuscación, olor intenso a lavanda y ropa anticuada. Se abrazaron en silencio. -¿Cómo está mamá? -preguntó Esteban. -Ven a verla, te espera -dijo ella. Pasaron por un corredor de cuartos comunicados entre sí, todos iguales, oscuros, de paredes mortuorias, techos altos y ventanas estrechas, con papeles murales de flores desteñidas y doncellas lánguidas, manchados por el hollín de los braseros y por la pátina del tiempo y la pobreza. Desde muy lejos llegaba la voz de un locutor de radio anunciando las pildoritas del doctor Ross, chiquitas pero cumplidoras, que combaten el estreñimiento, el insomnio y el mal aliento. Se detuvieron ante la puerta cerrada del dormitorio de doña Ester Trueba. Aquí está -dijo Férula. Esteban abrió la puerta y necesitó algunos segundos para ver en la oscuridad. El olor a medicamentos y podredumbre le golpeó la cara, un olor dulzón de sudor, humedad, encierro y algo que al principio no identificó, pero que pronto se le adhirió como una peste: el olor de la carne en descomposición. La luz entraba en un hilo por la ventana entreabierta, vio la cama ancha donde murió su padre y donde durmió su madre desde el día de su boda, de negra madera tallada, con un dosel de ángeles en altorrelieve y unas piltrafas de brocado rojo marchitas por el uso. Su madre estaba 54