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La casa de los espíritus
Isabel Allende
rabia por el tiempo pasado sin pensar en usted madre, rabia por haberla descuidado,
por no haberla querido y cuidado lo suficiente, rabia por ser un miserable hijo de puta,
no, perdone, madre, no quise decir eso, carajo, se está muriendo, vieja, y yo no puedo
hacer nada, ni siquiera calmarle el dolor, aliviarle la podredumbre, quitarle ese olor de
espanto, ese caldo de muerte en el que se está cocinando, madre.
Dos días después, doña Ester Trueba murió en el lecho de los suplicios donde había
padecido los últimos años de su vida. Estaba sola, porque su hija Férula había ido,
como todos los viernes, a los conventillos de los pobres, en el barrio de la Misericordia,
a rezar el rosario a los indigentes, a los ateos, a las prostitutas y a los huérfanos, que
le tiraban basura, le vaciaban bacinillas y la escupían, mientras ella, de rodillas en el
callejón del conventillo, gritaba padrenuestros y avemarías en incansable letanía,
chorreada de porquería de indigente, de escupo de ateo, de desperdicio de prostituta y
basura de huérfano, llorando, ay, de humillación, clamando perdón para los que no
saben lo que hacen y sintiendo que los huesos se le ablandaban, que una languidez
mortal le convertía las piernas en algodón, que un calor de verano le infundía pecado
entre los muslos, aparta de mí este cáliz, Señor, que el vientre le estallaba en llamas
de infierno, ay; de santidad, de miedo, padrenuestro, no me dejes caer en la
tentación, Jesús.
Esteban tampoco estaba con doña Ester cuando murió calladamente en el lecho de
los suplicios. Había ido a visitar a la familia Del Valle para ver si les quedaba alguna
hija soltera, porque con tantos años de ausencia y tantos de barbarie, no sabía por
donde comenzar a cumplir la promesa hecha a su madre de darle nietos legítimos y
concluyó que si Severo y Nívea lo aceptaron como yerno en los tiempos de Rosa la
bella, no había ninguna razón para que no lo aceptaran de nuevo, especialmente ahora
que era un hombre rico y no tenía que escarbar la tierra para arrancarle su oro, sino
que tenía todo el necesario en su cuenta en el banco.
Esteban y Férula encontraron esa noche a su madre muerta en la cama. Tenía una
sonrisa apacible, como si en el último instante de su vida la enfermedad hubiera
querido ahorrarle su cotidiana tortura.
El día que Esteban Trueba pidió ser recibido, Severo y Nívea del Valle recordaron las
palabras con que Clara había roto su larga mudez, de modo que no manifestaron
ninguna extrañeza cuando el visitante les preguntó si tenían alguna hija en edad y
condición de casarse. Sacaron sus cuentas y le informaron que Ana se había metido a
monja, Teresa estaba muy enferma y todas las demás estaban casadas, menos Clara,
la menor, que aún estaba disponible, pero era una criatura algo estrafalaria, poco apta
para las responsabilidades matrimoniales y la vida doméstica. Con toda honestidad, le
contaron las rarezas de su hija menor, sin omitir el hecho de que había permanecido
sin hablar durante la mitad de su existencia, porque no le daba la gana hacerlo y no
porque no pudiera, como había aclarado muy bien el rumano Rostipov y confirmado el
doctor Cuevas con innumerables exámenes. Pero Esteban Trucha no era hombre de
dejarse amedrentar por historias de fantasmas que deambulan por los corredores, por
objetos que se mueven a la distancia con el poder de la mente o por presagios de mala
suerte, y mucho menos por el prolongado silencio, que consideraba una virtud.
Concluyó que ninguna de esas cosas eran inconvenientes para echar hijos sanos y
legítimos al mundo y pidió conocer a Clara. Nívea salió a buscar a su hija y los dos
hombres quedaron solos en el salón, ocasión que Trucha, con su franqueza habitual,
aprovechó para plantear sin preámbulos su solvencia económica.
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