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La casa de los espíritus
Isabel Allende
esconder a los niños para que no vieran el horrendo espectáculo del jardinero
mojándolos con agua fría hasta que, después de mucha agua, patadas y otras
ignominias, Barrabás se desprendía de su enamorada, dejándola agónica en el patio
de la casa, donde Severo tenía que rematarla con un tiro de misericordia.
La adolescencia de Clara transcurrió suavemente en la gran casa de tres patios de
sus padres, mimada por sus hermanos mayores, por Severo que la prefería entre
todos sus hijos, por Nívea y por la Nana, que alternaba sus siniestras excursiones
disfrazada de cuco, con los más tiernos cuidados. Casi todos sus hermanos se habían
casado o partido, unos de viaje, otros a trabajar a provincia, y la gran casa, que había
albergado a una familia numerosa, estaba casi vacía, con muchos cuartos cerrados. La
niña ocupaba el tiempo que le dejaban sus preceptores en leer, mover sin tocar los
objetos más diversos, corretear a Barrabás , practicar juegos de adivinación y
aprender a tejer que, de todas las artes domésticas, fue la única que pudo dominar.
Desde aquel Jueves Santo en que el padre Restrepo la acusó de endemoniada, hubo
una sombra sobre su cabeza que el amor de sus padres y la discreción de sus
hermanos consiguió controlar, pero la fama de sus extrañas habilidades circuló en voz
baja en las tertulias de señoras. Nívea se dio cuenta que a su hija nadie la invitaba y
hasta sus propios primos la eludían. Procuró compensar la falta de amigos con su
dedicación total, con tanto éxito, que Clara creció alegremente y en los años
posteriores recordaría su infancia como un período luminoso de su existencia, a pesar
de su soledad y de su mudez. Toda su vida guardaría en la memoria las tardes
compartidas con su madre en la salita de costura, donde Nívea cosía a máquina ropa
para los pobres y le contaba cuentos y anécdotas familiares. Le mostraba los
daguerrotipos de la pared y le narraba el pasado.
-¿Ve este señor tan serio, con barba de bucanero? Es el tío Mateo, que se fue al
Brasil por un negocio de esmeraldas, pero una mulata de fuego le hizo mal de ojo. Se
le cayó el pelo, se le desprendieron las uñas, se le soltaron los dientes. Tuvo que ir a
ver a un hechicero, un brujo vudú, un negro retinto, que le dio un amuleto y se le
afirmaron los dientes, le salieron uñas nuevas y recuperó el pelo. Mírelo, hijita, tiene
más pelo que un indio: es el único calvo en el mundo que volvió a echar pelo.
Clara sonreía sin decir nada y Nívea seguía hablando porque se había acostumbrado
al silencio de su hija. Por otra parte, tenía la esperanza que de tanto meterle ideas en
la cabeza, tarde o temprano haría una pregunta y recuperaría el habla.
-Y éste decía- es el tío Juan. Yo lo quería mucho. Una vez se tiró un pedo y fue su
condena a muerte, una gran desgracia. Sucedió en un almuerzo campestre. Estábamos
todas las primas un fragante día de primavera, con nuestros vestidos de muselina y
nuestros sombreros con flores y cintas, y los muchachos lucían su mejor ropa
dominguera. Juan se quitó su chaqueta blanca, ¡parece que lo estoy viendo! Se
arremangó la camisa y se colgó airoso de la rama de un árbol para provocar, con sus
proezas de trapecista, la admiración de Constanza Andrade, que fue Reina de la
Vendimia, y que desde la primera vez que la vio, perdió la tranquilidad, devorado por
el amor. Juan hizo dos flexiones impecables, una vuelta completa y al siguiente
movimiento lanzó una sonora ventosidad. ¡No se ría, Clarita! Fue terrible. Se produjo
un silencio confundido y la Reina de la Vendimia empezó a reír descontroladamente.
Juan se puso su chaqueta, estaba muy pálido, se alejó del grupo sin prisa y no lo
volvimos a ver más. Lo buscaron hasta en la Legión Extranjera, preguntaron por él en
todos los consulados, pero nunca más se supo de su existencia. Yo creo que se metió a
misionero y se fue a cuidar leprosos ala Isla de Pascua, que es lo más lejos que se
puede llegar para olvidar y para que lo olviden, porque queda fuera de las rutas de
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