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La casa de los espíritus
Isabel Allende
navegación y ni siquiera figura en los mapas de los holandeses. Desde entonces la
gente lo recuerda como Juan del Pedo.
Nívea llevaba a su hija a la ventana y le mostraba el tronco seco del álamo.
-Era un árbol enorme -decía-. Lo hice cortar antes que naciera mi hijo mayor. Dicen
que era tan alto, que desde la punta se podía ver toda la ciudad, pero el único que
llegó tan arriba, no tenía ojos para verla. Cada hombre de la familia Del Valle, cuando
quiso ponerse pantalones largos, tuvo que treparlo para probar su valor. Era algo así
como un rito de iniciación. El árbol estaba lleno de marcas. Yo misma pude
comprobarlo cuando lo cortaron. Desde las primeras ramas intermedias, gruesas como
chimeneas, ya se podían ver la marcas dejadas por los abuelos que hicieron su
ascenso en su época. Por las iniciales grabadas en el tronco se sabía de los que habían
subido más alto, de los más valientes, y también de los que se habían detenido,
asustados. Un día le tocó a jerónimo, el primo ciego. Subió tanteando las ramas sin
vacilar, porque no veía la altura y no presentía el vacío. Llegó a la cima, pero no pudo
terminar la jota de su inicial, porque se desprendió como una gárgola y se fue de
cabeza al suelo, a los pies de su padre y sus hermanos. Tenía quince años. Llevaron el
cuerpo envuelto en una sábana a su madre, la pobre mujer los escupió a todos en la
cara, les gritó insultos de marinero y maldijo a la raza de hombres que había incitado a
su hijo a subir al árbol, hasta que se la llevaron las monjas de la Caridad envuelta en
una camisa de fuerza. Yo sabía que algún día mis hijos tendrían que continuar esa
bárbara tradición. Por eso lo hice cortar. No quería que Luis y los otros niños crecieran
con la sombra de ese patíbulo en la ventana.
A veces Clara acompañaba a su madre y a dos o tres de sus amigas sufragistas a
visitar fábricas, donde se subían en unos cajones para arengar a las obrer