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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Los sueños no eran lo único que Clara adivinaba. También veía el futuro y conocía la
intención de la gente, virtudes que mantuvo a lo largo de su vida y acrecentó con el
tiempo. Anunció la muerte de su padrino, don Salomón Valdés, que era corredor de la
Bolsa de Comercio y que creyendo haberlo perdido todo, se colgó de la lámpara en su
elegante oficina. Allí lo encontraron, por insistencia de Clara, con el aspecto de un
carnero mustio, tal como ella lo describió en la pizarra. Predijo la hernia de su padre,
todos los temblores de tierra y otras alteraciones de la naturaleza, la única vez que
cayó nieve en la capital matando de frío a los pobres en las poblaciones y a los rosales
en. los jardines de los ricos, y la identidad del asesino de las colegialas, mucho antes
que la policía descubriera el segundo cadáver, pero nadie la creyó y Severo no quiso
que su hija opinara sobre cosas de criminales que no tenían parentesco con la familia.
Clara se dio cuenta a la primera mirada que Getulio Armando iba a estafar a su padre
con el negocio de las ovejas australianas, porque se lo leyó en el color del aura. Se lo
escribió a su padre, pero éste no le hizo caso y cuando vino a acordarse de las
predicciones de su hija menor, había perdido la mitad de su fortuna y su socio andaba
por el Caribe, convertido en hombre rico, con un serrallo de negras culonas y un barco
propio para tomar el sol.
La habilidad de Clara para mover objetos sin tocarlos no se pasó con la
menstruación, como vaticinaba la Nana, sino que se fue acentuando hasta tener tanta
práctica, que podía mover las teclas del piano con la tapa cerrada, aunque nunca pudo
desplazar el instrumento por la sala, como era su deseo. En esas extravagancias
ocupaba la mayor parte de su energía y de su tiempo. Desarrolló la capacidad de
adivinar un asombroso porcentaje de las cartas de la baraja e inventó juegos de
irrealidad para divertir a sus hermanos. Su padre le prohibió escrutar el futuro en los
naipes e invocar fantasmas y espíritus traviesos que molestaban al resto de la familia y
aterrorizaban a la servidumbre, pero Nívea comprendió que mientras más limitaciones
y sustos tenía que soportar su hija menor, más lunática se ponía, de modo que decidió
dejarla en paz con sus trucos de espiritista, sus juegos de pitonisa y su silencio de
caverna, tratando de amarla sin condiciones y aceptarla tal cual era. Clara creció como
una planta salvaje, a pesar de las recomendaciones del doctor Cuevas, que había
traído de Europa la novedad de los baños de agua fría y los golpes de electricidad para
curar a los locos.
Barrabás acompañaba a la niña de día y de noche, excepto en los períodos
normales de su actividad sexual. Estaba siempre rondándola como una gigantesca
sombra tan silenciosa como la misma niña, se echaba a sus pies cuando ella se
sentaba y en la noche dormía a su lado con resoplidos de locomotora. Llegó a
compenetrarse tan bien con su ama, que cuando ésta salía a caminar sonámbula por la
casa, el perro la seguía en la misma actitud. Las noches de luna llena era común verlos
paseando por los corredores, como dos fantasmas flotando en la pálida luz. A medida
que el perro fue creciendo, se hicieron evidentes sus distracciones. Nunca comprendió
la naturaleza translúcida del cristal y en sus momentos de emoción solía embestir las
ventanas al trote, con la inocente intención de atrapar alguna mosca. Caía al otro lado
en un estrépito de vidrios rotos, sorprendido y triste. En aquellos tiempos los cristales
venían de Francia por barco y la manía del animal de lanzarse contra ellos llegó a ser
un problema, hasta que Clara ideó el recurso extremo de pintar gatos en los vidrios. Al
convertirse en adulto, Barrabás dejó de fornicar con las patas del piano, como lo hacía
en su infancia, y su instinto reproductor se ponía de manifiesto sólo cuando olía alguna
perra en celo en la proximidad. En esas ocasiones no había cadena ti¡ puerta que
pudiera retenerlo, se lanzaba a la calle venciendo todos los obstáculos que se le ponían
por delante y se perdía por dos o tres días. Volvía siempre con la pobre perra colgando
atrás suspendida en el aire, atravesada por su enorme masculinidad. Había que
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