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La casa de los espíritus
Isabel Allende
parecía genuinamente conmovido y con su propia mano le daba cucharadas de sopa,
pero el día que le hundió la cabeza en una batea llena de excrementos, hasta que ella
se desmayó de asco, Alba comprendió que no estaba tratando de averiguar el paradero
de Miguel, sino vengándose de agravios que le habían infligido desde su nacimiento, y
que nada que pudiera confesar modificaría su suerte como prisionera particular del
coronel García. Entonces pudo salir poco a poco del círculo privado de su terror y
empezó a disminuir su miedo y pudo sentir compasión por los otros, por los que
colgaban de los brazos, por los recién llegados, por aquel hombre al que le pasaron
con una camioneta por encima de los pies engrillados. Sacaron a todos los prisioneros
al patio, al amanecer, y los obligaron a mirar, porque ése era también un asunto
personal entre el coronel y su prisionero. Fue la primera vez que Alba abría los ojos
fuera de la penumbra de su celda, y el suave resplandor de la madrugada y la
escarcha que brillaba entre las piedras, donde se habían juntado los charcos de lluvia
en la noche, le parecieron insoportablemente luminosos. Arrastraron al hombre, que
no opuso resistencia, pero tampoco podía tenerse en pie, y lo dejaron al centro del
patio. Los guardias tenían las caras cubiertas con pañuelos, para que nunca pudieran
ser reconocidos en el caso improbable de que las circunstancias cambiaran. Alba cerró
los ojos cuando escuchó el motor de la camioneta, pero no pudo cerrar los oídos al
bramido, que quedó vibrando para siempre en su recuerdo.
Ana Díaz la ayudó a resistir durante el tiempo que estuvieron juntas. Era una mujer
inquebrantable. Había soportado todas las brutalidades, la habían violado delante de
su compañero, los habían torturado juntos, pero ella no había perdido la capacidad
para la sonrisa o para la esperanza. Tampoco la perdió cuando la llevaron a una clínica
secreta de la policía política, porque a causa de una paliza perdió el niño que esperaba
y comenzó a desangrarse.
-No importa, algún día tendré otro -dijo a Alba cuando volvió a su celda.
Esa noche Alba la escuchó llorar por primera vez, tapándose la cara con la frazada
para ahogar su tristeza. Se acercó a ella, la abrazó, la acunó, limpió sus lágrimas, le
dijo todas las palabras tiernas que pudo recordar, pero esa noche no había consuelo
para Ana Díaz, de modo que Alba se limitó a mecerla en sus brazos, arrullándola como
a una criatura y deseando que ella misma pudiera echarse a la espalda ese terrible
dolor para aliviarla. La mañana las sorprendió durmiendo enrolladas como dos
animalitos. En el día esperaban ansiosamente el momento en que pasaban la larga fila
de los hombres rumbo al baño, Iban con los ojos vendados, para guiarse, cada uno
llevaba la mano en el hombro del que iba adelante, vigilados por guardias armados.
Entre ellos iba Andrés. Por la minúscula ventana con barrotes de su celda, ellas podían
verlos, tan cerca que si hubieran podido sacar la mano los habrían tocado. Cada vez
que pasaban, Ana y Alba cantaban con la fuerza de la desesperación y de otras celdas
también surgían voces femeninas. Entonces, los prisioneros se enderezaban,
levantaban los hombros, torcían la cabeza en su dirección y Andrés sonreía. Tenía la
camisa desgarrada y manchada de sangre seca.
Un guardia se dejó conmover por el himno de las mujeres. Una noche les llevó tres
claveles en un tarro con agua, para que adornaran la ventana. Otra vez fue a decir a
Ana Díaz que necesitaba una voluntaria para lavar la ropa de un preso y limpiar su
celda. La condujo donde Andrés y los dejó solos por algunos minutos. Cuando Ana Díaz
regresó estaba transfigurada y Alba no se atrevió a hablarle, para no interrumpir su
felicidad.
Un día el coronel García se sorprendió acariciando a Alba como un enamorado y
hablándole de su infancia en el campo, cuando la veía pasar a lo lejos, de la mano de
su abuelo, con sus delantales almidonados y el halo verde de sus trenzas, mientras él,
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