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La casa de los espíritus
Isabel Allende
descalzo en el barro, se juraba que algún día le haría pagar cara su arrogancia y se
vengaría de su maldito destino de bastardo. Rígida y ausente, desnuda y temblando de
asco y de frío, Alba no lo escuchaba ni lo sentía, pero aquella grieta en su ansia de
atormentarla, sonó al coronel como una campana de alarma. Ordenó que pusieran a
Alba en la perrera y se dispuso, furioso, a olvidarla.
La perrera era una celda pequeña y hermética como una tumba sin aire, oscura y
helada. Había seis en total, construidas como lugar de castigo, en un estanque vacío
de agua. Se ocupaban por períodos más o menos breves, porque nadie resistía mucho
tiempo en ellas, a lo más unos pocos días, antes de empezar a divagar, perder la
noción de las cosas, el significado de las palabras, la angustia del tiempo o,
simplemente, empezar a morir. Al principio, encogida en su sepultura, sin poder
sentarse ni estirarse a pesar de su escaso tamaño, Alba se defendió contra la locura.
En la soledad comprendió cuánto necesitaba a Ana Díaz. Creía escuchar golpecitos
imperceptibles y lejanos, como si le enviaran mensajes en clave desde otras celdas,
pero pronto dejó de prestarles atención, porque se dio cuenta de que toda forma de
comunicación era inútil. Se abandonó, decidida a terminar su suplicio de una vez dejó
de comer y sólo cuando la vencía su propia flaqueza bebía un sorbo de agua. Trató de
no respirar, de no moverse, y se puso a esperar la muerte con impaciencia. Así estuvo
mucho tiempo. Cuando casi había conseguido su propósito, apareció su abuela Clara, a
quien había invocado tantas veces para que la ayudara a morir, con la ocurrencia de
que la gracia no era morirse, puesto que eso llegaba de todos modos, sino sobrevivir,
que era un milagro. La vio tal como la había visto siempre en su infancia, con su bata
blanca de lino, sus guantes de invierno, su dulcísima sonrisa desdentada y el brillo
travieso de sus ojos de avellana. Clara trajo la idea salvadora de escribir con el
pensamiento, sin lápiz ni papel, para mantener la mente ocupada, evadirse de la
perrera y vivir. Le sugirió, además, que escribiera un testimonio que algún día podría
servir para sacar a la luz. el terrible secreto que estaba viviendo, para que el mundo se
enterara del horror que ocurría paralelamente a la existencia apacible y ordenada de
los que no querían saber, de los que podían tener la ilusión de una vida normal, de los
que podían negar que iban a flote en una balsa sobre un mar de lamentos, ignorando,
a pesar de todas las evidencias, que a pocas cuadras de su mundo feliz estaban los
otros, los que sobreviven o mueren en el lado oscuro. «Tienes mucho que hacer, de
modo que deja de compadecerte, toma agua y empieza a escribir», dijo Clara a su
nieta antes de desaparecer tal como había llegado.
Alba intentó obedecer a su abuela, pero tan pronto como empezó a apuntar con el
pensamiento, se llenó la perrera con los personajes de su historia, que entraron
atropellándose y la envolvieron en sus anécdotas, en sus vicios y virtudes, aplastando
sus propósitos documentales y echando por tierra su testimonio, atosigándola,
exigiéndole, apurándola, y ella anotaba a toda prisa, desesperada porque a medida
que escribía una nueva página, se iba borrando la anterior. Esta actividad la mantenía
ocupada. Al comienzo perdía el hilo con facilidad y olvidaba en la misma medida en
que recordaba nuevos hechos. La menor distracción o un poco más de miedo o de
dolor, embrollaban su historia como un ovillo. Pero luego inventó una clave para
recordar en orden, y entonces pudo hundirse en su propio relato tan profundamente,
que dejó de comer, de rascarse, de olerse, de quejarse, y llegó a vencer, uno por uno,
sus innumerables dolores.
Se corrió la voz de que estaba agonizando. Los guardias abrieron la trampa de la
perrera y la sacaron sin ningún esfuerzo, porque estaba muy liviana. La llevaron de
nuevo donde el coronel García, que en esos días había renovado su odio, pero Alba no
lo reconoció. Estaba más allá de su poder.
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