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La casa de los espíritus
Isabel Allende
más, que seguían ejerciendo a pesar de la orden del Colegio Médico de no trabajar
para sabotear al gobierno. Era una tarea hercúlea. Los pasillos se atochaban de
pacientes que esperaban durante días para ser atendidos, como un gimiente rebaño.
Los enfermeros no daban abasto. Jaime se quedaba dormido con el bisturí en la mano,
tan ocupado que a menudo olvidaba comer. Adelgazó y andaba muy demacrado. Hacía
turnos de dieciocho horas y cuando se echaba en su camastro no podía conciliar el
sueño, pensando en los enfermos que estaban aguardando y en que no había
anestesias, ni jeringas, ni algodón, y aunque él se multiplicara por mil, todavía no sería
suficiente, porque aquello era como tratar de detener un tren con la mano. También
Amanda trabajaba en el hospital como voluntaria, para estar cerca de Jaime y
mantenerse ocupada. En esas agotadoras jornadas cuidando enfermos desconocidos
recuperó la luz que la iluminaba por dentro en su juventud y, por un tiempo, tuvo la
ilusión de ser feliz. Usaba un delantal azul y zapatillas de goma, pero a Jaime le
parecía que cuando andaba cerca tintineaban sus abalorios de antaño. Se sentía
acompañado y hubiera deseado amarla. El Presidente aparecía en la televisión casi
todas las noches para denunciar la guerra sin cuartel de la oposición. Estaba muy
cansado y a menudo se le quebraba la voz. Dijeron que estaba borracho y que pasaba
las noches en una orgía de mulatas traídas por vía aérea desde el trópico para calentar
sus huesos. Advirtió que los camioneros en huelga recibían cincuenta dólares diarios
del extranjero para mantener el país parado. Respondieron que le enviaban helados de
coco y armas soviéticas en las valijas diplomáticas. Dijo que sus enemigos conspiraban
con los militares para hacer un golpe de Estado, porque prefería