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La casa de los espíritus
Isabel Allende
a su encuentro. Se abrazaron estrechamente y ella le susurró algo al oído. Entonces el
senador Trueba consiguió dominar su dignidad, levantó la cabeza y sonrió con su
antigua soberbia a las luces de las máquinas fotográficas. Los periodistas lo retrataron
subiendo a un automóvil negro con patente oficial y la opinión pública se preguntó
durante semanas qué significaba esa bufonada, hasta que otros acontecimientos
mucho más graves borraron el recuerdo del incidente.
Esa noche el Presidente, que había tomado el hábito de engañar al insomnio
jugando ajedrez con Jaime, comentó el asunto entre dos partidas, mientras espiaba
con ojos astutos, ocultos detrás de gruesas gafas con marcos oscuros, algún signo de
incomodidad en su amigo, pero Jaime siguió colocando las piezas en el tablero sin
agregar palabra.
-El viejo Trueba tiene los cojones bien puestos -dijo el Presidente-. Merecería estar
de nuestro lado.
-Usted parte, Presidente -respondió Jaime señalando el juego.
En los meses siguientes la situación empeoró mucho, aquello parecía un país en
guerra. Los ánimos estaban muy exaltados, especialmente entre las mujeres de la
oposición, que desfilaban por las calles aporreando sus cacerolas en protesta por el
desabastecimiento. La mitad de la población procuraba echar abajo al gobierno y la
otra mitad lo defendía, sin que a nadie le quedara tiempo para ocuparse del trabajo.
Alba se sorprendió una noche al ver las calles del centro oscuras y vacías. No se había
recogido la basura en toda la semana y los perros vagabundos escarbaban entre los
montones de porquería. Los postes estaban cubiertos de propaganda impresa, que la
lluvia del invierno había deslavado, y en todos los espacios disponibles estaban escritas
las consignas de ambos bandos. La mitad de los faroles había sido apedreada y en los
edificios no había ventanas encendidas, la luz provenía de unas tristes fogatas
alimentadas con periódicos y tablas, donde se calentaban pequeños grupos que
montaban guardia ante los ministerios, los bancos, las oficinas, turnándose para
impedir que las pandillas de extrema derecha los tomaran al asalto en las noches. Alba
vio detenerse una camioneta frente a un edificio público. Se bajaron varios jóvenes con
cascos blancos, tarros de pintura y brochas y cubrieron las paredes con un color claro
como base. Después dibujaron grandes palomas multicolores, mariposas y flores
sangrientas, versos del Poeta y llamadas a la unidad del pueblo. Eran las brigadas
juveniles que creían poder salvar su revolución a punta de murales patrióticos y
palomas panfletarias. Alba se acercó y les señaló el mural que había al otro lado de la
calle. Estaba manchado con pintura roja y tenía escrita una sola palabra con letras
enormes: Djakarta.
-¿Qué significa ese nombre, compañeros? -preguntó.
-No sabemos -respondieron.
Nadie sabía por qué la oposición pintaba esa palabra asiática en las paredes, jamás
habían oído hablar de los montones de muertos en las calles de esa lejana ciudad. Alba
montó en su bicicleta y pedaleó rumbo a su casa. Desde que había racionamiento de
gasolina y huelga de transporte público, había desenterrado del sótano el viejo juguete
de su infancia para movilizarse. Iba pensando en Miguel y un oscuro presentimiento le
cerraba la garganta.
Hacía tiempo que no iba a clase y empezaba a sobrarle el tiempo. Los profesores
habían declarado un paro indefinido y los estudiantes se tomaron los edificios de las
Facultades. Aburrida de estudiar violoncelo en su casa, aprovechaba los ratos en que
no estaba retozando con Miguel, paseando con Miguel o discutiendo con Miguel para ir
al hospital del Barrio de la Misericordia a ayudar a su tío Jaime y a unos pocos médicos
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