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La casa de los espíritus
Isabel Allende
sujetó la bata con las manos, defendiéndose débilmente y balbuceando incoherencias.
Estaba sacudida por temblores convulsivos y acezaba como perro cansado. Alba la
observó horrorizada y sólo cuando Amanda estuvo acostada, quieta y con los ojos
cerrados, reconoció a la mujer que sonreía en la pequeña fotografía que Miguel
siempre llevaba en su billetera. Jaime le habló con una voz desconocida y poco a poco
consiguió tranquilizarla, la acarició con gestos tiernos y paternales como los que
empleaba a veces con los animales, hasta que la enfermase relajó y permitió que
subiera las mangas de la vieja bata china. Aparecieron sus brazos esqueléticos y Alba
vio que tenía millares de minúsculas cicatrices, moretones, pinchazos, algunos
infectados y supurando pus. Luego descubrió sus piernas y sus muslos estaban
también torturados. Jaime la observó con tristeza, comprendiendo en ese instante el
abandono, los años de miseria, los amores frustrados y el terrible camino que esa
mujer había recorrido hasta llegar al punto de desesperanza donde se encontraba. La
recordó cómo era en su juventud, cuando lo deslumbraba con el revoloteo de su pelo,
la sonajera de sus abalorios, su risa de campana y su candor para abrazar ideas
disparatadas y perseguir las ilusiones. Se maldijo por haberla dejado ir y por todo ese
tiempo perdido para ambos.
-Hay que internarla. Sólo una cura de desintoxicación podrá salvarla -dijo-. Sufrirá
mucho -agregó.
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