LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 203

La casa de los espíritus Isabel Allende hombre que tenía al frente revolviendo nerviosamente su café no era el extremista petulante y matón que había esperado, sino un joven conmovido y tembloroso, que mientras explicaba los síntomas de la enfermedad de su hermana, luchaba contra las lágrimas que nublaban sus ojos. -Llévame a verla -dijo Jaime. Miguel y Alba lo condujeron al barrio bohemio. En pleno centro, a escasos metros de los edificios modernos de acero y cristal, habían surgido en la ladera de una colina las empinadas calles de los pintores, ceramistas, escultores. Allí habían hecho sus madrigueras dividiendo las antiguas casas en minúsculos estudios. Los talleres de los artesanos se abrían al cielo por los techos vidriados y en los oscuros cuchitriles sobrevivían los artistas en un paraíso de grandezas y miserias. En las callecitas jugaban niños confiados, hermosas mujeres con largas túnicas cargaban a sus criaturas en la espalda o afirmadas en las caderas y los hombres barbudos, somnolientos, indiferentes, veían pasar la vida sentados en las esquinas y en los umbrales de las puertas. Se detuvieron frente a una casa estilo francés decorada como una torta de crema con angelotes en los frisos. Subieron por una escalera estrecha, construida como salida de emergencia en caso de incendio, y que las numerosas divisiones del edificio había transformado en el único acceso. A medida que ascendían, la escalera se doblaba sobre sí misma y los envolvía un penetrante olor a ajo, marihuana y trementina. Miguel se detuvo en el último piso, frente a una puerta angosta pintada de naranja, sacó una llave y abrió. Jaime y Alba creyeron entrar a una pajarera. La habitación era redonda, coronada por una absurda cúpula bizantina y rodeada de vidrios, desde los cuales se podía pasear la vista por los techos de la ciudad y sentirse muy cerca de las nubes. Las palomas habían anidado en el alféizar de las ventanas y contribuido con sus excrementos y sus plumas al jaspeado de los vidrios. Sentada en una silla frente a la única mesa, había una mujer con una bata adornada con un triste dragón en hilachas bordado sobre el pecho. Jaime necesitó unos segundos para reconocerla. Amanda... Amanda... -balbuceó. No había vuelto a verla desde hacía más de veinte años, cuando el amor que los dos sentían por Nicolás pudo más que el que se tenían entre ellos. En ese tiempo el joven atlético, moreno, con el pelo engominado y siempre húmedo, que se paseaba leyendo en alta voz sus tratados de medicina, se había