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La casa de los espíritus
Isabel Allende
habitación. Estaba ciego y sordo a las necesidades de su hogar. Muy atareado con la
política y los negocios, viajaba constantemente, pagaba nuevas campañas electorales,
compraba tierra y tractores, criaba caballos de carrera, especulaba con el precio del
oro, el azúcar y el papel. No se daba cuenta de que las paredes de su casa estaban
ávidas de una capa de pintura, los muebles desvencijados y la cocina transformada en
un muladar. Tampoco veía los chalecos de lana apelmazada de su nieta, ni la ropa
anticuada de su hija o sus manos destruidas por el trabajo doméstico y la arcilla. No
actuaba así por avaricia: su familia había dejado simplemente de interesarle. Algunas
veces se sacudía la distracción y llegaba con algún regalo desproporcionado y
maravilloso para su nieta, que no hacía más que aumentar el contraste entre la
riqueza invisible de las cuentas en los bancos y la austeridad de la casa. Entregaba a
Blanca sumas variables, pero nunca suficientes, destinadas a mantener en marcha
aquel caserón destartalado y oscuro, casi vacío y cruzado por las corrientes de aire, en
que había degenerado la mansión de antaño. A Blanca nunca le alcanzaba el dinero
para los gastos, vivían pidiendo prestado a Jaime y por más que recortara el
presupuesto por aquí y lo remendara por allá, a fin de mes siempre tenía un alto de
cuentas impagadas que iban acumulándose, hasta que tomaba la decisión de ir al
barrio de los joyeros judíos a vender alguna de las alhajas, que un cuarto de siglo
antes habían sido compradas allí mismo y que Clara le legó en un calcetín de lana.
En la casa, Blanca andaba con delantal y alpargatas, confundiéndose con la escasa
servidumbre que quedaba, y para salir usaba su mismo traje negro planchado y vuelto
a planchar, con su blusa de seda blanca. Después que su abuelo enviudó y dejó de
preocuparse por ella, Alba se vestía con lo que heredaba de algunas primas lejanas,
que eran más grandes o más pequeñas que ella, de modo que en general los abrigos le
quedaban como capotes militares y los vestidos cortos y estrechos. Jaime hubiera
querido hacer algo por ellas, pero su conciencia le indicaba que era mejor gastar sus
ingresos dando comida a los hambrientos, que lujos a su hermana y a su sobrina.
Después de la muerte de su abuela, Alba comenzó a sufrir pesadillas que la hacían
despertar gritando y afiebrada. Soñaba que se morían todos los miembros de su
familia y ella quedaba vagando sola en la gran casa, sin más compañía que los tenues
fantasmas deslucidos que deambulaban por los corredores. Jaime sugirió trasladarla a
la habitación de Blanca, para que estuviera más tranquila. Desde que empezó a
compartir el dormitorio con su madre, esperaba con secreta impaciencia el momento
de acostarse. Encogida entre sus sábanas, la seguía con la vista en su rutina de
terminar el día y meterse a la cama. Blanca se limpiaba la cara con crema del Harem,
una grasa rosada con perfume de rosas, que tenía fama de hacer milagros por la piel
femenina, y se cepillaba cien veces su largo pelo castaño que empezaba a teñirse con
algunas canas invisibles para todos, menos para ella. Era propensa al resfriado, por
eso en invierno y en verano dormía con refajos de lana que ella misma tejía en los
ratos libres. Cuando llovía se cubría las manos con guantes, para mitigar el frío polar
que se le había introducido en los hue