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La casa de los espíritus Isabel Allende El senador esperó que creciera un poco el cabello a su nieta, para que no pensaran que tenía tiña, y fue personalmente a matricularla a un colegio inglés para señoritas, porque seguía pensando que ésa era la mejor educación, a pesar de los resultados contradictorios que obtuvo con sus dos hijos. Blanca estuvo de acuerdo, porque comprendió que no bastaba una buena conjunción de planetas en su carta astral para que Alba saliera adelante en la vida. En el colegio, Alba aprendió a comer verduras hervidas y arroz quemado, a soportar el frío del patio, cantar himnos y abjurar de todas las vanidades del mundo, excepto aquellas de orden deportivo. Le enseñaron a leer la Biblia, jugar al tenis y escribir a máquina. Eso último fue la única cosa útil que le dejaron aquellos largos años en idioma extranjero. Para Alba, que había vivido hasta entonces sin oír hablar de pecados ni de modales de señorita, desconociendo el límite entre lo humano y lo divino, lo posible y lo imposible, viendo pasar a un tío desnudo por los corredores dando saltos de karateca y al otro enterrado debajo de una montaña de libros a su abuelo destrozando a bastonazos los teléfonos y los maceteros de la terraza, a su madre escabulléndose con su maletita de payaso y a su abuela moviendo la mesa de tres patas y tocando a Chopin sin abrir el piano, la rutina del colegio le pareció insoportable. Se aburría en las clases. En los recreos se sentaba en el rincón más lejano y discreto del patio, para no ser vista, temblando de deseo de que la invitaran a jugar y rogando al mismo tiempo que nadie s